El Cascanueces - E.T.A Hoffman
El Cascanueces | E.T.A Hoffmann
Sinopsis
Es Nochebuena en casa de los Stahlbaum y Marie y Fritz esperan ansiosos el regalo de su padrino Drosselmeier, quien todas las Navidades les sorprende con un obsequio hecho por él mismo. Este año les ha regalado un impresionante castillo, pero los hermanos pierden pronto el interés en él, Marie se fija, en cambio, en un cascanueces vestido de soldado que reposa a los pies del árbol.
La historia de este clásico intemporal del romanticismo alemán escrito por E.T.A Hoffmann en 1816 fue adaptada por Alejandro Dumas, cuya interpretación sirvió a Chaikovski para concebir su famoso ballet.
Hoffmann, que elaboró la historia para los hijos de un buen amigo, recrea un universo en el que la realidad y la fantasía se entrecruzan y sumergen al público en un mundo único lleno de aventuras. Déjate llevar por su magia, porque, como decía su autor, el que se atreve a caminar por el mundo de los sueños llega siempre a la verdad.
Crítica
Leer El cascanueces y el rey de los ratones de E. T. A. Hoffmann en esta época del año es casi un gesto reflejo. El recuerdo del ballet —que reaparece puntualmente cada diciembre— actúa como detonante: la memoria guarda la belleza de los escenarios, la música envolvente y la soltura casi etérea de los cuerpos en escena. Con esa imagen idealizada me acerqué al texto, esta vez en una cuidada edición de la editorial Alma, esperando reencontrar en la prosa aquello que tantas veces me había fascinado desde la danza.
Sin embargo, el primer contacto fue áspero. La escritura de Hoffmann se me antojó pesada, incluso densa, y la lectura avanzaba a trompicones. Constantemente debía detenerme para consultar notas al pie u otras fuentes externas con el fin de comprender términos propios del contexto cultural y artístico de la época —Scaramouches, Carré plain— que hoy resultan lejanos y poco transparentes para el lector contemporáneo. A esto se suman las reiteradas referencias a cargos y títulos como consejero médico, consejero jurídico o el cirujano Wendelstern, una acumulación de nombres y dignidades que, lejos de enriquecer la narración, termina por entorpecerla. En más de una ocasión confundí a los personajes, diluidos entre títulos que pesan más que sus acciones.
Desde el inicio, también me resultó ridícula —e incluso irritante— la postura de los padres al no permitir que los niños jueguen con sus propios regalos. Estos no están pensados para ser usados, sino exhibidos en una repisa, como objetos intocables cuya función principal es ser contemplados. Esta decisión adulta, que prioriza el orden y la apariencia por encima del disfrute infantil, introduce una distancia artificial entre el niño y el juego, despojando a los regalos de su sentido más esencial.
En esa misma línea se inscriben los obsequios del padrino Drosselmeier, excesivamente sofisticados para los niños a quienes van dirigidos. Más que juguetes, parecen piezas de colección: ingeniosas, delicadas, casi solemnes. Su presencia me recordó inevitablemente a los huevos Fabergé de los Romanov, objetos preciosos y deslumbrantes, cargados de virtuosismo artesanal, pero destinados únicamente a ser observados tras una vitrina. Hay en ellos una belleza fría, admirable, pero poco accesible, que refuerza la sensación de que el mundo adulto impone su lógica incluso en el territorio del juego.
Dentro de este entramado, el padrino Drosselmeier emerge como una figura particularmente sugestiva. Su ambigüedad —a medio camino entre lo siniestro y lo maravilloso— es uno de los grandes aciertos del relato. Hay en él algo oscuro e inquietante: provoca intriga, despierta temor y, al mismo tiempo, abre la puerta a la fantasía y al misterio. Drosselmeier encarna ese espíritu hoffmanniano donde lo cotidiano se resquebraja para dar paso a lo extraño, y su presencia sostiene buena parte del encanto perturbador de la obra.
No ocurre lo mismo con la familia de Marie, que se presenta como un conjunto más bien antipático. La incomprensión hacia la niña es constante: se ríen de ella, minimizan sus percepciones y nunca se detienen a escucharla de verdad. Este desdén no solo refuerza la soledad de la protagonista, sino que subraya la rigidez del mundo adulto frente a la imaginación infantil.
El hermano de Marie, por su parte, responde sin matices al arquetipo del niño masculino de la época: obsesionado con húsares, caballos y la guerra. Su carácter es plano, casi funcional, y sirve más como contraste que como personaje con verdadera profundidad psicológica.
En cuanto al Cascanueces, su presencia como personaje es más simbólica que psicológica. No se construye como un sujeto con interioridad propia, sino como un objeto animado que condensa valores como la lealtad, la resistencia y la posibilidad de lo maravilloso. Su rigidez física —literal y narrativa— refuerza su función: es el catalizador de la fantasía de Marie, no tanto un personaje autónomo como el reflejo de su mirada y de su necesidad de creer.
Marie, aunque atada al modelo de niña propia de su tiempo —obediente, sensible, contenida—, logra escapar parcialmente de la planicie gracias a su mundo interior. Su imaginación, su capacidad de asombro y su fe en lo maravilloso la rescatan de convertirse en un simple estereotipo. Es en ella donde Hoffmann deposita la posibilidad de tránsito entre lo real y lo fantástico, aunque esa potencialidad nunca se desarrolle con la libertad que el lector actual podría desear.
Otro aspecto que me resultó particularmente llamativo —y a ratos desconcertante— es la inestabilidad de la voz narrativa. En algunos pasajes, el narrador se dirige de forma directa al lector, casi como si quisiera tomarlo del brazo e involucrarlo activamente en el relato, rompiendo la ilusión de distancia. En otros momentos, en cambio, adopta una posición más lejana y convencional, limitándose a relatar los acontecimientos que les suceden a los personajes con cierta frialdad descriptiva. Este vaivén entre cercanía y distancia no siempre está bien calibrado y contribuye a una sensación de irregularidad en el tono, como si el texto dudara entre ser un cuento íntimo, cómplice, y una narración externa más clásica.
En conjunto, El cascanueces y el rey de los ratones se revela como una obra más interesante por su legado cultural y simbólico que por su fluidez narrativa. Leída a la sombra del ballet, la novela pierde ligereza y exige un esfuerzo constante de contextualización. Aun así, en sus zonas más oscuras y ambiguas —encarnadas sobre todo en Drosselmeier y en la imaginación de Marie— se percibe el germen de una fantasía inquietante que explica por qué, pese a sus asperezas, esta historia sigue regresando cada Navidad.
Conviene, no obstante, matizar estas impresiones a la luz de la edición leída. Mi acercamiento a la obra se dio a través de la traducción publicada por Editorial Alma, una edición cuidada en lo material y visual, pero que deja ver ciertas decisiones que pueden haber condicionado la experiencia de lectura. La prosa se siente en ocasiones rígida, con giros y términos que no siempre encuentran un apoyo suficiente en notas explicativas o contexto, lo que obliga al lector a salir constantemente del texto para comprender referencias culturales, artísticas o lingüísticas propias del siglo XIX. Parte de la sensación de pesadez, de extrañamiento e incluso de desconexión con el relato podría explicarse, entonces, no solo por el estilo romántico de Hoffmann, sino también por una traducción que parece privilegiar la literalidad o la tradición editorial por encima de la fluidez contemporánea. Esta mediación —inevitable, pero no inocua— recuerda que toda lectura de un clásico está atravesada por la voz del traductor y por las decisiones editoriales que la sostienen.
Frases
por la cual he de morir!
- ¡ Ay, excelente demoiselle Stahlbaum!- respondió el Cascanueces - Aquí se llama Pastelero a un poder desconocido pero temible que, según se cree, puede hacer de los hombres lo que quiera. Es el hado que reina sobre este diminuto y feliz pueblo, y lo temen de tal forma que el solo hecho de pronunciar su nombre acalla el mayor de los tumultos, tal y como nos acaba de demostrar el señor burgomaestre. Todos dejan entonces de pensar en lo terrenal, en golpes en las costillas o chichones en la cabeza, para concentrarse en sí mismos y decir: " ¿Qué es el hombre y qué va ser de él?"


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