Las Legiones Malditas - Santiago Posteguillo
Las Legiones Malditas I Santiago Posteguillo
Sinopsis
Publio Cornelio Escipión sólo tiene veintiséis años cuando acepta comandar las tropas romanas en Hispania, heredando así los feroces enemigos de su padre. Sus opositores también le acechan en el Senado de Roma; donde logran forzarle a liderar las legiones V y VI; legiones malditas, constituidas por soldados supervivientes de Cannae, la más humillante derrota de Roma ante Aníbal. En el exilio han perdido el sentido del deber, la disciplina y toda esperanza de regresar a la patria.
Pero el joven Africanus y sus legiones malditas están llamados a cambiar el curso de la historia.
Crítica
La Segunda Guerra Púnica, un lienzo de incertidumbre, muerte y horror, forja a los hombres o los doblega. Para Publio Cornelio Escipión, la pérdida de su padre y su tío en Hispania marca un inexorable derrotero de transformación. En esta segunda entrega de la trilogía, el cándido y apasionado muchacho de la novela anterior da paso a un estratega maduro, cuya fachada inquebrantable empieza a resquebrajarse por el implacable peso de las intrigas políticas. La constante animadversión de Fabio Máximo y Catón erosiona sus cimientos, afectando incluso relaciones que parecían eternas, como su hermandad con Cayo Lelio y su vínculo con la propia Emilia. La escalada de Escipión al poder es una senda sembrada de desafíos, y sobre él pende la promesa a Emilia de que su primogénito no se enfrentará a Aníbal, un voto que acelera su necesidad de derrotar a un enemigo que ha humillado a los más brillantes generales de Roma.
El joven Escipión afianza su cursus honorum al ser nombrado general en jefe de las tropas en Hispania, una tierra de dolor para su gens Cornelia, pero también una fuente vital de riqueza. Allí, tras la caída de Cartago Nova, inicia una brillante campaña que tiene su primer gran hito en Baecula. En esta batalla, se enfrenta a Asdrúbal Barca, hermano de Aníbal, quien, confiado por sus victorias pasadas y subestimando al joven Escipión, sella el destino de la contienda; Baecula no solo es una victoria romana, sino el inicio del cambio de mando en la península ibérica, forzando la retirada púnica. No obstante, es en este contexto bélico donde se gesta una profunda grieta en la relación con Lelio, iniciada por una nimia discusión en el praetorium. Esta distancia emocional se complementa con la creciente y ambigua cercanía de Netikerty, la misteriosa esclava egipcia, cuya mano mece el destino al cuidar de Publio cuando cae víctima de unas extrañas fiebres. La campaña culmina en Ilipa, donde Roma logra expulsar definitivamente a las tropas púnicas, cerrando a Aníbal una rica fuente de abastecimiento.
Más allá de los campos de batalla, la novela brilla con un elenco de personajes secundarios complejos. Si bien se mantiene el guiño militar con Terebelio y Digicio, el verdadero juego de poder reside en la influencia femenina: Sofonisba, la sibilina y ponzoñosa hija de Asdrúbal Giscón, se erige como una formidable enemiga interna. Su persuasión subyuga a hombres poderosos, desde Sifax hasta el propio Masinisa, aliado clave de Publio. Mientras tanto, la discreta Netikerty se infiltra en el corazón de Lelio con su encanto, probando que los giros de la historia a menudo se escriben en el ámbito privado.
El corazón sacrificial de la épica recae en la trágica pérdida de los mejores oficiales de Publio: Digicio, Terebelio, Valerio, Lucio Marcio Septimio y Mario Juvencio Tala. Posteguillo alcanza la cima de la emoción con la vívida descripción de la invocación a Caronte, transportando las valerosas almas de estos hombres al Avernos en busca de los Campos Elíseos. El peso de estas pérdidas, el coste personal de la gloria de Roma, es la verdadera prueba del temple de Publio.
El ineludible conflicto interno se manifiesta con la jugada maestra de Fabio Máximo, quien, al permitir el ascenso de Publio a cónsul, le condena a tomar el mando de las temibles y deshonradas Legiones Malditas, desterradas tras la masacre de Cannae. La depuración y reentrenamiento de estas tropas son un acto de fe. Finalmente, la flota parte hacia África. La guerra se traslada a una tierra rica y cruel, donde Publio enfrenta una resistencia enconada, pero también encuentra en Masinisa un aliado crucial. Las victorias rampantes desestabilizan a Cartago, que por fin siente en carne propia la desolación de la guerra.
Es en este clímax geográfico donde el destino se cumple, donde la infancia de Publio se encuentra con su realidad: Zama. La batalla final es el choque profetizado, la guerra con la que Publio soñó de niño. El poder brutal e impredecible de la carga de elefantes cartagineses se abalanza sobre las tropas de Roma, transformando el campo en un baño de sangre. Y es aquí, en el polvo y la carnicería, donde el genio militar de Publio Cornelio Escipión, el forjador de legiones, el conquistador de Hispania, converge con la audacia indomable de Aníbal Barca, el azote de Roma.
El destino de dos imperios se decide en el filo de la lanza, y el último Escipión, con las Legiones Malditas redimidas a su lado y el eco de los caídos guiando su mano, se eleva triunfante para inscribir su nombre, Africanus, en la eternidad. Pero la victoria no es el final: el autor siembra el presagio de que los próximos y cruciales enfrentamientos que definirán el futuro de la República no se librarán solo en África, sino en los lejanos y emergentes conflictos que el horizonte de Asia avizora, anunciando un inminente cambio de tornas geopolítico para Roma.
Frases
-[28] (…) Publio, hijo, sobrino y nieto de cónsules, se sintió amargo en su soledad. Sin su padre y su tío, muertos, sin su mejor oficial, Lelio, ahora en Roma, y sin un hijo varón. Sobre Publio recaía todo el peso de la impresionante historia de una de las más poderosas familias de Roma. La responsabilidad le abrumaba. Tenía a su hija Cornelia, pero necesitaba un varón para preservar el clan, su familia, su historia. Emilia estaba embarazada. Ésas habían sido buenas noticias que celebrara bebiendo con Lelio poco antes de la partida de éste hacia Roma.
-[31] (…) Plauto asintió. Rememoró sus tiempos en el ejército. Trató de borrar los funestos recuerdos sacudiendo la cabeza. -Es contradictorio, pero tienes razón, Nevio: mejor esclavo que legionario. Claro que hay algo peor.
-¿Algo peor?- Esta vez era Nevio el confundido.
-Sí, por todos los dioses: ser calon, esclavo de un legionario.
-[33] (…) El hedor de la gran cloaca de Roma y la imagen de los corderos en venta para ser sacrificados se mezclaron en su mente de forma convulsa. Eso era Roma: hedor y ganado con el que comerciar. Y, sin embargo, había empezado a amar a esa misma ciudad que tanto le había hecho sufrir. Las ideas de Nevio, no obstante, proponían alterar este inicio de paz y estabilidad que su vida había encontrado en Roma. Tenía, una vez más en su agitada existencia, miedo. Sentía que de nuevo se estaba metiendo en problemas pero, como en otras ocasiones, se dejaba llevar por los acontecimientos pese a sentir presagios nefastos.
-[41] (…) El campo de batalla une a los hombres de forma extraña. Y está también esa promesa que hizo el tribuno Lelio al padre del joven Escipión, la de protegerlo siempre.
-[44] Lelio se volvió hacia Catón. Decididamente, aquel joven y esquelético mensajero del cónsul poseía el don del sigilo. Aparecía y desaparecía casi como un druida galo en los bosques del norte. Al menos eso había oído Lelio que contaban de los druidas.
-[61] Estaba agotado. Netikerty. Extraño nombre. Preciosa piel. Dulce mirada. Ojos miel. Algo había sacado de todo aquella tarde. Algo bueno, sentía que algo bueno, pero era aquel mundo tan complicado, el de la política. Se desenvolvía mejor en un campo de batalla que entre las calles e intrigas de Roma. Publio debía haber enviado a otro. A Marcio o a Mario. Terebelio y Digicio desde luego que no: demasiados rudos, pero Marcio o Mario eran buenos hablando en público. El vino empezó a aturdirle. Fue a rellenar la copa, pero la jarra estaba vacía. Pensó en llamar a Calino. Tenía sueño. Se quedó dormido y soñó con el viento, el mar y un largo viaje más allá de todas las guerras.
-[64] (…) Una vez llegado al final del sendero dio unos pasos más hasta situarse justo en medio del pequeño altozano. A su alrededor podía ver sus tierras, rodeadas de un poderoso muro y, más allá de aquella pared, las grandes murallas de Roma, ante las que su fortaleza quedaba empequeñecida. Pero en ese momento, Máximo no estaba interesado en el paisaje terrenal. Trazo con el lituus una larga línea en el suelo, el cardo, de norte a sur, con la que dividía el espacio celeste en dos regiones, y luego dibujó de igual forma otra perpendicular de este a oeste, decumanus. A continuación fue trazando líneas paralelas a las ya marcadas para tener al fin un gran prisma constituido por cuatro cuadrados, las cuatro regiones celestes en las que dividía el mundo desde el punto en el que se encontraba y, al fin, se sitúo en el centro donde se cruzaban las líneas centrales, donde el cardo y el decumanus formaba una cruz.
-[66] (…) Lo que el princeps senatus desconocía es que una parte de su nervio óptico estaba dañada por la edad y, aunque mantenía una excelente vista, había una pequeña parte del ángulo de visión que había perdido precisamente en la parte inferior derecha, justo donde había estado aquella inoportuna piedra. De igual forma, el anciano senador y augur no había visto cómo, al tiempo que observaba el lento y elegante vuelo de la bandada de aves altas venidas de oriente, un pequeño gorrión, sin duda menos exótico y menos interesante, había volado a ras de suelo desde occidente, pero, quizás esto no fuera importante, pues ¿Qué puede hacer un pequeño gorrión para contravenir el curso de la historia?
-[69] -¡Es sano y fuerte!-exclamó Publio con el corazón encendido .-¡Sano y fuerte como un legionario!-Y se echó a reír. Los lictores acompañaron a su general con gruesas carcajadas de soldados orgullosos por la comparación que su general acababa de hacer y a las risas se unieron los oficiales y luego el resto de los presentes.
-[82] Viviría sola, sería una reina sin reino, una esposa sin marido y una mujer sin pasión, pero sería fiel a Aníbal. No tenía nada más a que aferrarse. Sentía que mientras fuera fiel a aquel guerrero que tenía al mundo entero en guerra, tenía algo, algo fuerte y poderoso que era lo único que alimentaba su monótona existencia, algo que hacía que todos la respetaran y no quería hacer nada que pudiera alterar eso, su único tesoro.
-[105] Lelio la miro. ¿Los nombres deben tener sentido? Los egipcios eran gente peculiar. La muchacha mantenía la mano con el paño suavemente sobre la herida. El dolor se había disipado en gran medida y sentía el calor de la piel de la joven a través del fino paño. Era un calor vital, igual que la mirada de la muchacha con sus pupilas brillantes e inquisitivas estudiando la pared donde estaba el calendario. Qué extraña era la vida. Acababan de ser atacados por desconocidos en medio de las calles de Roma, a punto de perder la vida, rodeados de un mundo en guerra, en medio de una misión que no había podido cumplir pues había fracasado en su intento de recibir refuerzos para la lucha en Hispania, y en todo lo que podía pensar ahora era en el cuerpo caliente y moreno de aquella esclava.
-[128] Crispino le miró asombrado por la frialdad con la que Marcelo hablaba de lo que iba a acontecer. Eran ya apenas unos ciento cincuenta jinetes contra trescientos o cuatrocientos al menos que ascendían por el camino y más de mil que estaban formando en todo lo alto de la colina. Crispino asintió:
- Sea y que los dioses estén con nosotros.
Marcelo no respondió nada. Lo único en lo que podía pensar es que muy probablemente ellos estarían camino del infierno cruzando el río Aqueronte muy pronto.
-[129] Aníbal miró con intensidad a aquel hombre. Se había enfrentado a él en numerosas ocasiones. Era el único general que se había atrevido a plantarle batalla campal cara a cara y que alguna vez le había puesto en situaciones difíciles. El general en jefe de las tropas cartaginesas en Italia dio una orden en su lengua y dos de los jinetes africanos se acercaron y, tomando al cónsul moribundo y desangrado por los brazos, lo alzaron. Luego Aníbal se agachó, cogió la espada del cónsul tomándola por el filo para así acercarle el mango a su dueño. Marcelo, al sentir la empuñadura de su arma en la palma de su mano, cerró con fuerza y la aprisionó con los dedos. Miró entonces a su mortal enemigo y volvió a asentir.
-[131]-Os reíais de un hombre que es capaz de luchar aun después de muerto. Si cada uno de vosotros tuviera en su pecho la mitad de espíritu que ese cónsul muerto, hace tiempo que acamparíamos en medio del foro de Roma. -Los hombres bajaban la mirada-.Ahora eso no importa. Coged su cuerpo y llevadlo a lo alto de esta colina y allí haced una pira con leña y quemad su cadáver. Un hombre que ha sido capaz de plantarme cara tantos años en el campo de batalla no merece que su cuerpo sea pasto de los lobos y las alimañas carroñeras del cielo. Al menos mostradle ahora el respeto que no habéis sabido mostrar cuando luchaba él solo y herido contra diez de vosotros.
-[132] Quincio Crispino sabía que la historia no le guardaba un lugar muy grande, pero tenía una gran virtud romana: era un comandante disciplinado. Se incorporó un poco y ordenó que se convocara a los tribunos de su estado mayor. Aunque fuer lo último que hiciera haría que se enviaran mensajeros a todas las poblaciones cercanas y a la propia Roma. Todos debían estar advertidos de que Aníbal poseía el anillo de Marcelo.
-[143] ¡Por Júpiter y Marte! ¡Por Roma! ¡Cargad! ¡Cargad con todo lo que tengáis!-los jóvenes infantes romanos se rehacían como podían, recuperaban escudos, picas, pila, espadas y arremetían contra los cartagineses, confusos por la pertinaz resistencia que habían encontrado, aturdidos por los numerosos compañeros caídos. Los oficiales púnicos se esforzaban en reorganizar las líneas, pero los romanos cargaban con tanta fuerza y a tal velocidad que descabalgaban a muchos de los jinetes, a golpes de espada o pilum, o rasgando el vientre de los caballos. Atacaban como poseídos por espíritus malignos. Los númidas desconocían esa furia. Llevaban años de campañas victoriosas por toda Iberia, contra los guerreros de la región o contra otras legiones de Roma. Hasta entonces no habían encontrado nada parecido.
-[151] A Quinto Terebelio le llegaba el agua por la cintura. Maldijo su suerte.
-¡Por Cástor y Polux! ¡Siempre agua! ¡Este general debe pensar que somos ranas!
Algunos soldados rieron al comprender que el primus pilus recordaba cómo habían tenido que vadear una laguna para atacar Cartago Nova el año anterior. En todo caso, el agua no cubría ya más del pecho y la notable distancia que separaba el río de la escarpada ladera que debían ascender para acceder a la primera planicie dominada por los cartagineses permitía que la operación de vadear el río se realizase sin peligro de ataque enemigo.
-¿Ranas?-Era la voz de Sexto Digicio, que comandaba los infantes de marina alistados en la legión por orden del general-.Más bien patos asustados, eso es lo que parecéis.
Los marineros de Digicio se echaron a reír viendo cómo los hombres de Terebelio parecían adentrarse con miedo y asco en el agua del río. Ellos, por lo contrario, eran marineros acostumbrados al mar y los ríos. Estaban en su elemento.
-[156] Asdrúbal quería todas sus tropas concentradas en lo alto de la colina. Estaban en igualdad numérica con los romanos pero con una posición mejor. Aquel combate que el Escipión había iniciado era absurdo. Su tío Cneo también le sorprendió por su irritante resistencia a morir. ¿Cuántas cargas númidas hicieron falta para abatirle? Y aun así se volvía a levantar, herido, atravesado por una lanza, envuelto en un mar de sangre. Había que reconocer que eran una raza, los Escipiones, que sabía sufrir. Pero nada más.
-[158] (…) Los cartagineses están concentrando todas sus tropas pesadas en el centro. No podremos. Nos van a matar.
Digicio miró hacia lo alto.
-Eso parece.
-No pensé yo que moriría esta mañana-continuó Terebelio-rodeado de marineritos.
-Ni yo de soldaditos que trepan como nenas.
-Lo de nenas lo ha dicho por los dos.
-Puede ser.
-¿Puede ser?-Terebelio estaba a punto de desenvainar su espada. -Podemos matarnos aquí mismo o dejar que lo hagan los cartagineses-.respondió Digicio llevándose la mano a la empuñadura de su arma.
Terebelio se relajó y volvió a mirar hacia lo alto de la cima.
-Sinceramente, marinero, ¿crees que tenemos alguna posibilidad?
Digicio miró hacia la segunda ladera y vio la infantería pesada africana disponiendo las lanzas y las picas en la primera línea, asomando en el borde mismo donde terminaba aquella infinita segunda ladera por la que debían trepar bajo una lluvia de jabalinas y proyectiles enemigos.
-Sinceramente, no, centurión: no tenemos ninguna posibilidad. Terebelio y Digicio se miraron. -¿Vamos allá entonces?-preguntó el primus pilus.
-Vamos allá-respondió Sexto Digicio, y le tendió la mano, sucia, ensangrentada, fría. Terebelio le miró fijamente.
-El día que le dé la mano a un marinero dejaré de luchar.
-[163] -¡Vamos, perros! ¡A lo alto de la colina!¡Los cartagineses se repliegan!¡Éste es el momento!¡Todos arriba, por Hércules!¡Coged los escudos y arriba! La voz de Quinto llegó hasta los hombres de Digicio y los marineros se volvieron hacia su oficial en jefe. Digicio se levantó del suelo donde se había sentado para recuperar el aliento y bramó sus órdenes con fuerza. -¡Vamos allá, por todos los dioses!¡Hemos hecho lo difícil y no vamos a dejar ahora lo fácil a Terebelio y los suyos!¡A por la cima!¡Podemos hacerlo!¡Por el general, por Roma!
-[170] Al atardecer de aquel día, el campamento de la colina que apenas unas horas antes era el bastión de los cartagineses, se había transformado en un emplazamiento bajo dominio romano. En el centro del mismo los legionarios habían levantado el praetorium desde el que los romanos habían trazado, derribando tiendas cartaginesas abandonadas por el enemigo a toda prisa o levantando tiendas romanas según procediera, dos grandes calles, una que cruzaba el campamento de norte a sur, la vía principalis, y otra que la cruzaba transversalmente de este a oeste, el decumanus maximus. (…)
-[173] -¡Escuchadme todos!-Y se levantó para, así, a medida que hablaba, ir ganando el centro del círculo de oficiales-.Somos dos legiones perdidas en un territorio hostil. Tenemos tres ejércitos cartagineses que derrotar con una fuerza que nos triplica en número. No podemos luchar contra cartagineses e iberos a un tiempo. Hemos de convencer a los iberos de que nuestra guerra no es contra ellos, pues además es así; no luchamos contra los iberos sino contra los cartagineses. La liberación de los rehenes de Cartago Nova nos ha permitido ganar aliados entre los bárbaros de este país y que otros nos dejarán libre el paso hasta alcanzar esta colina donde hoy hemos derrotado a Asdrúbal, pero tenemos que afianzar estos lazos y, decidme, ¿Cómo nos van a ayudar estos pueblos en nuestra lucha contra Cartago si vendemos como esclavos a sus hermanos?
-[179] (…) Plauto sacudía la cabeza nervioso. Estaba llegando al foro. Nevio seguía criticando en público a los patricios que conducían aquella guerra según sus intereses particulares. Había criticado a los Emilio-Paulos y a los Escipiones, al mismísimo Fabio Máximo y ahora la emprendía con la familia de los Metelos por su enriquecimiento durante el tiempo de guerra. Podía tener razón. La tenía, sin duda, pero estaba solo. Ahora alguno de los jóvenes escritores asistentes a la cena, seguramente aún borracho, habría pensado que sería una travesura graciosa pasarse pintando toda la noche, embadurnando las calles de Roma con las palabras de Nevio, rehuyendo furtivamente a las patrullas nocturnas de los triunviros. Nevio no había podido hacer tantas pintadas en una sola noche. De hecho, era imposible que Nevio hubiera podido hacer ni una sola de aquellas pintadas, pues Plauto vio cómo se quedó en casa de Ennio completamente vencido por el poder de Baco. Y lo peor de todo es que, en su creciente inconsciencia y osadía, Nevio no se percataría de lo peligroso de todas aquellas pintadas.
Plauto llegó al foro. Para su mayor desesperanza, no había lugar entre el templo de Vesta y la tumba de Rómulo que no estuviera salpicado con la maldita pintada. Fato Metelli Romae fiunt consules. Muchos iban a sonreír aquella mañana con aquellas palabras. Pero los Metelos no. Ellos no.
-[192] -¡Imbéciles!¡Hoy me detenéis a mí y mañana seréis más carnaza para esta guerra!-Nevio luchaba por zafarse de los fuertes brazos de los dos triunviros que lo arrastraban hacia la puerta. Estaban en casa de Casca, el patricio que financiaba las obras de Plauto, quien se lanzó contra los legionarios para socorrer a su amigo, pero el propio Casca, ayudado por dos de sus esclavos, se interpuso entre el comediógrafo y los legionarios. Nevio seguía gritando. A Plauto, aunque la irrupción de los triunviros le había sobresaltado, no le sorprendía que Nevio fuera finalmente prendido.
-[195] (…) Con la pesada lentitud del que se sabe curtido por el sufrimiento decidió encarar con decisión aquel horror. Debajo de un pliegue había otro y luego otro, así que al final, tiró con fuerza de la manta para terminar con la tortura de la incertidumbre y, girando, como una piedra redonda, rodó por el suelo la cabeza cortada de un hombre, dando dos, tres, hasta cuatro vueltas y quedar con la faz hacia el cielo, un rostro herido, cortado por varias espadas romas y podrido por los días de viaje desde el norte, pero pese a as facciones desfiguradas y el rictus hierático de aquella cara, ante sí Aníbal reconoció, con la infinita paciencia del que se se sabe dispuesto a sufrir más allá de lo imaginable, el rostro de su amado hermano Asdrúbal. Sólo entonces comprendió Aníbal la auténtica dimensión del desastre que había acontecido junto al río Metauro, donde su hermano se había batido, leal a su causa, a su familia, leal a él, hasta la mismísima muerte. Pero él, Aníbal, siempre enterraba con honor a cuantos generales y cónsules romanos había abatido y cuando los romanos cumplían las leyes de intercambio de prisioneros él también las contemplaba. Había incinerado en enormes piras funerarias los cuerpos de Cayo Flaminio, Emilio Paulo y hasta el propio Claudio Marcelo y, sin embargo, los romanos le devolvían aquellos gestos de nobleza y respeto por sus generales decapitando a su hermano y arrojando su cabeza desde una catapulta.
-[197](…) De su firmeza nacería de nuevo el pavor en Roma, pues alguien que ha sido castigado como había sido castigado él no debería de poder rehacer su ánimo, pero él, Aníbal Barca, pese a todo y pese a todos los romanos, se reharía y con su reacción, que con toda seguridad no encajaría en lo esperado por Roma, la propia Roma tendría un nuevo temor: Aníbal no es un hombre, no se detiene ni ante la muerte ni ante la tortura de su hermano. Sólo entonces entenderán los romanos que con él sólo había ya una paz posible y aquélla pasaba porque o bien Roma se rindiera o bien Roma le aniquilara, pero a él mismo, no a otro hermano, general, amigo o ciudad. Aquel día decidió Aníbal, al tiempo que entraba en su tienda y se sentaba en su butaca cubierta de pieles de león traídas de África, que incluso si Cartago caía derrotada, eso no sería el final de su lucha. Una Roma que combatía de aquella forma no merecía regir el mundo. Él lucharía hasta el final. Sólo los dioses sabían quién sería más fuerte. O quizá ni ellos mismos lo sabían y se entretenían contemplando la lucha. Aníbal se sirvió una copa de vino. Los esclavos no habían entrado por respeto. Aníbal levantó la copa en alto y brindó mirando al cielo.
-[198] Aníbal miró su mano derecha cubierta de anillos consulares, pero se quedó mirando el anillo de plata y con una turquesa que lucía en su dedo meñique. Era diferente a los demás de plata y rematado en una piedra que podía abrirse para vaciar el polvo que contenía su interior. Aníbal pensó, por primera vez en su vida, en suicidarse, pero la idea pasó y se fue. Quedaba su hermano Magón. Él debería reemplazar a Asdrúbal y atacar por el norte. En el exterior la lluvia arreciaba torrencialmente. Llovía sobre los vivos como si todos los dioses de Cartago no hicieran otra cosa que llorar y llorar.
-[249] (…) Plauto llegó al Foro Boario y allí rodeado de decenas de mercaderes y centenares de compradores de todo tipo de ganado, entre los balidos de las ovejas a punto de ser sacrificadas, de carneros descuartizados, de sangre de centenares de animales impregnando el aire de un olor que le hacía recordar un campo de batalla tras el combate, Plauto se sintió más abandonado que nunca. Todos los que llegaban a hacerse realmente amigos de él durante su complicada vida terminaban muertos o, peor, encarcelados, como ahora Nevio. Enfiló por el Clivus Victoriae para escapar del hedor de muerte en venta y también para evitar la peste de la Cloaca Maxima, que contaminaba la otra avenida paralela, el Vicus Tuscus, que además estaría lleno de maricones ofreciendo sus servicios al mejor postor. Ya tenía bastante miseria inundando su ánimo como para añadirse más sufrimiento con los malos olores de aquella ciudad y la prostitución que parecía palpitar entre la sangre de animales muertos y la putrefacción de sus cloacas. Roma. La gran Roma.
-[253] (…) Observó de reojo a Lelio cabalgando a su lado. Estaba perfectamente, contento y satisfecho. Era increíble el vino que aquel hombre podía ingerir una noche y luego estar tan resuelto al día siguiente. Publio sonrió en su interior, pero vigiló que su sonrisa no llegara a asomar en su rostro. De pronto sintió un mareo extraño y perdió la noción del espacio.
-[288]-Es cierto-le dice Publio Cornelio Escipión al oído-,no puedo matar a un hombre herido y desarmado, pero querido Albio, tú...Albio, no eres un hombre, sólo eres un traidor; los hombres, Albio, honran sus juramentos. -Y Albio ve la espada salir de su cuerpo y con ella sus últimas fuerzas, un borbotón de sangre y la vida, la luz, la plaza, el grito de los amotinados, las voces de los oficiales del general, el olor de aquel hombre, todo se desvanece y cae derrumbado como había visto hacía años caer a los piratas de Iliria que, vencidos y presos, eran despeñados desde lo alto de la Roca Tarpeya en el mismo corazón de Roma.
-[295]-¡No, no estoy muerto, pero eso daría igual porque lo que importa es que no estáis muertos vosotros y vosotros sois los que gobernáis este país ahora!¡Hispania es vuestra y los que se rebelan deben perecer bajo vuestras armas porque vosotros sois Roma y Roma gobierna en Hispania y los que no entiendan o se niegan a aceptar ese hecho sólo merecen morir! ¡Morir! ¡Morir!
-[301] -Roma crecerá junto con este árbol y un día, cuando se sienta dueña del mundo y crea que nada le puede ocurrir, el árbol sufrirá y con él toda la ciudad. Lo presiento. Lo veo en su forma de mecerse, lo siento en la profundidad de sus raíces y lo veo en el vuelo de los pájaros.-Y señaló una bandada de gansos que surcaban el cielo. Luego, por unos segundos, el viejo senador cerró los ojos. Parecía como transportado a otro mundo, a otro tiempo.
-[314] (…) Tantas debieron de ser las oraciones aquella mañana, pronunciadas por tantos miles de gargantas, que más de un dios decidió aquel día ligar el destino de aquellos dos generales, Aníbal y Escipión en vida y en el momento de la muerte.
-[328] (…) La cuestión no es si invadir África, territorio bárbaro para la Roma de hoy, es o no una empresa difícil; nadie mejor que yo, que he meditado durante días, semanas, años, sobre esta empresa, sabe a lo que me puedo tener que enfrentar allí; no, uno de nosotros en la cabeza, el asunto es en qué Roma creemos cada uno de nosotros. Se ve-y aquí se giró ciento ochenta grados para mirar a Máximo-que los hay que creen en una Roma con sus actuales dimensiones y fronteras. Sea, es una visión razonable: preservar lo que nuestros antepasados nos legaron ganado con sudor y sangre en el campo de batalla. Pero, queridos patres conscripti queridos senadores de Roma-y fue girando sobre sí mismo para dirigirse a todos-, donde las fronteras actuales no tienen por qué ser las mismas que nosotros hemos heredado de nuestros gloriosos antepasados, los hay que pensamos, como Valerio Mesala, los hay que pensamos que se puede atacar y conquistar aquello que aún no se había atacado o conquistado antes y más aún cuando se tiene causa justificada por ser África el territorio del que se nutre de fuerzas nuestro moral enemigo Aníbal. Y si en el fondo de su ánimo nuestros antepasados no hubieran pensado de este modo, ¿sobre qué gobernaríamos? ¿Sobre nuestras siete colinas?¿O sólo sobre el capitolio? Pensad y pensad bien: ¿en qué Roma creéis: en la Roma pequeña, asustada y encogida que nos presenta Fabio Máximo, o en una Roma grande y poderosa que rija los designios del mundo?
-[359] Quinto Fabio Máximo, ex cónsul, ex dictador, el hombre más poderoso de Roma, el más experto, el más temido, el que declaró el principio de aquella guerra ante el mismísimo Senado de Cartago, el que acababa de derrotar en el Senado al popular Escipión, enmudeció. Toda su rica y elevada oratoria, toda su pericia en las palabras zozobró como una flota entera engullida por el furor del dios de las aguas. Máximo sintió los latidos de su corazón por todo su cuerpo, largos y pesados al principio y de súbito rápidos. Giro la cabeza y buscó dónde sentarse. Encontró un triclinium y fue a ayudarse de su mano izquierda pero todo ese brazo parecía muerto, haberle abandonado. No lo sentía.
-[380] Por un momento Publio pensó estar de nuevo junto a las ruinas de la fortaleza de Cannae, con Emilio Paulo, su suegro, en medio de la infinita formación romana, a la espera de las órdenes del enloquecido Terencio Varrón que los condujo a la más horrible de las derrotas.
-[383] (…) ¡Todos deberíamos haber muerto aquel día!¡Todos!¡Pensáis que Roma es injusta y Roma nunca es injusta con sus castigos!¡Lleváis años acumulando odio y desprecio hacia Roma cuando vuestro verdadero enemigo, el que os humilló, el que os condujo a esta situación, cabalga libre por las ciudades itálicas, asola a nuestros aliados, acecha las propias murallas de la ciudad natal de vuestros padres, madres, hermanos, esposas, hijos...todos los que queríais y amabais y habéis dejado atrás por vuestra incapacidad en el campo de batalla...todos perdidos pero no por Roma, sino por Aníbal y sus hombres; sí, los hombres de Aníbal y sus veteranos de guerra!
-[395] Cayo Valerio entró en su tienda. Hacía frío, pero la paja del lecho estaba seca. Se quitó la coraza, las grebas y las sandalias, pero se dejó el resto de la ropa. Se acurrucó entre la paja y cerró los ojos. Así que el cónsul iba a reclutar caballería en contra de las órdenes del Senado. Estaba claro que esos senadores no iban a combatir contra los cartagineses de África. Valerio esbozó una sonrisa mientras buscaba el refugio del sueño. Ese cónsul era un rebelde. Si alguien podría liderar aquellas tropas tendría que ser alguien como ese cónsul: dispuesto a [396] todo. Al final se sabría todo en el campamento, como siempre, y los hombres de la V y la VI, en el fondo, los comentaran en alto o no, agradecerían al cónsul que buscara un cuerpo de caballería que cubriera las alas en los próximos combates contra el enemigo. Pudiera ser que eso irritara al Senado pero, sin duda, encantaría a los legionarios de las "legiones malditas".
-[398] (…) Y, pese a todo...las "legiones malditas" era una expresión que le traía a la mente su discusión con Fabio Máximo. "Cayo Lelio, sólo recuerda que voti reus también se expresa como voti damnatus, voti condemnatus. Ése es el camino que has elegido", eso dijo Máximo y esas palabras perduraban en la mente de Lelio como grabadas con punzón y martillo, como cinceladas por un artesano escultor en lo más profundo de su ser.
-[400] En el espíritu de los lictores, aturdidos por los gritos incesantes de Catón, crecía la esperanza de que la algarabía del quaestor, que no podía pasar ya inadvertida en el interior del praetorium, hiciera que el cónsul tomase una determinación que ratificase su orden de no dejar pasar a nadie o que les indicase lo contrario con relación a aquel impertinente y agrio quaestor que los miraba uno a uno como si quisiera grabarse en la memoria el rostro de cada uno de los legionarios que se estaban oponiendo a su entrada.
-[403] -Que los dioses estén contigo...
Catón, sin decir nada, reemprendió su marcha y salió de la tienda con rapidez. El cónsul aprovechó para terminar su despedida.
-...si es que alguno soporta tu compañía-concluyó el cónsul, y todos sus oficiales se echaron a reír.
-[445] -Debemos marcharnos. No como en Cannae. Debemos marcharnos antes de que Aníbal comience a masacrarnos. Eso debemos hacer. -Comprendo-dijo Publio; se frenó en su recorrido alrededor de Marco, levantó la cabeza y habló a gritos y escupiendo saliva y bilis con cada palabra-.¡Pero escúchame, especie de miserable, rata de río inmunda!¡Por todos los dioses que no nos vamos a retirar!¡Mientras yo esté el mando, los hombres de las legiones V y VI de Roma, nunca, nunca volverán a replegarse ante la llegada de Aníbal! ¡Ese y no otro fue el principio de todos nuestros problemas y eso va a empezar a cambiar a partir de hoy mismo!¡Tú no eres más que un centurión, un centurión que por cierto no cumple las órdenes recibidas y y cuya incompetencia será juzgada por mí próximamente, y que los dioses se apiaden de ti cuando mi ira se desplome sobre ti y tu estupidez!-Sergio Marco retrocedía y junto con él Publio Macieno le acompañaba, andando los dos hacia atrás. Publio caminaba hacia ellos. Su rostro encendido por la furia, una furia que Silano y Mario recordaban en su general cuando éste se lanzó a luchar cara a cara contra los amotinados de Sucro, una furia que el pretor Pleminio desconocía y que le dejó perplejo.
-[447] Publio Cornelio Escipión se volvió de nuevo hacia la ciudadela dominada por los cartagineses. Qué pequeño parecía ahora aquel objetivo. El cónsul de Roma miró al cielo y cerró los ojos. Existía la penosa posibilidad de que Craso y Metelo, por envidia o por rencor, o por ambos motivos juntos, decidieran no mover sus legiones y dejar que Aníbal masacrara a las legiones V y VI de Roma y con ellos a su impetuoso cónsul, pero Publio confiaba en la ambición de aquellos generales romanos: una posible victoria sobre Aníbal debería empujarles por encima de sus envidias. ¿O no? Si fuera Fabio Máximo abriría los ojos y buscaría en el vuelo de las aves desentrañar los designios de los dioses, pero como no era augur, Publio se mantuvo en aquella posición y rezó, rezó intensa y vehemente a Júpiter todopoderoso, a Marte, el dios de la guerra, y a Minerva, que siempre había protegido a Roma y guiado los pasos de aquel pobre y humilde cónsul. No solía rezar en privado, sino en público, ante sus tropas, ante el pueblo, ante el Senado, pero aquélla era una ocasión especial. Aquel día, por primera vez en mucho tiempo, desde la muerte de su padre y su tío en Hispania, aquella tarde, con la próxima llegada de Aníbal, con las legiones V y VI divididas y mal preparadas, en aquella ocasión, Publio se sentía desesperado, desesperado y, aún distanciado de Lelio, profundamente solo.
-[452] En el silencio de un mar sin olas y sin viento, el choque rítmico de [453] los remos contra la superficie del agua de decenas de barcos repletos de soldados acompañó la mirada nerviosa de un preocupado y aturdido Cayo Lelio, abrumado por la responsabilidad a la que le ataba un juramento, proteger siempre a Publio Cornelio Escipión hasta el final de sus días, hasta que la muerte se llevara al propio Lelio por delante, damnatus est, le dijo Fabio Máximo. Damnatus. Sí, Maldito. Igual que aquellas legiones, igual que toda aquella guerra.
-[455] (…) -Es extraño-continuó Mario-.Yo supondría que debe de estar tan preocupado como nosotros, como todos.
-Es posible, pero se esfuerza en no aparentarlo. Lo único que le queda a nuestros hombres es la tranquilidad que da verlo caminando entre los incendios de los almacenes, dando órdenes, animando a unos, escuchando a los heridos...-Silano elaboraba sus pensamientos mientras los pronunciaba-.Es como si luchar contra Aníbal fuera algo normal para él. Todos estamos preocupados, tenemos al mayor de nuestros enemigos a quinientos pasos, con un ejército que nos quintuplica en número y nuestro cónsul se pasea por la ciudadela como si al amanecer estos muros fueran a resistir cualquier ataque. Y las puertas...¿has visto las puertas?
-[458] Aníbal respiraba con profundidad. Aquel general romano ya se había cruzado con él en el pasado; cierto que entonces no era cónsul, sino apenas un muchacho, en Tesino y Trebia, o un joven tribuno en Cannae. Luego supo de aquel Escipión por sus batallas en Hispania: la conquista de Cartago Nova, su victoria en Baecula sobre Asdrúbal y luego la batalla de Ilipa donde puso en fuga al mismísimo Giscón. Asdrúbal era demasiado impetuoso pero inteligente y no pudo con el romano, aunque se las arregló para rodearlo y llegar a Italia evitando más enfrentamientos. Y Giscón, aunque siempre vanidoso, era tenaz y hábil para aprovechar los recursos de un buen ejército. No tenía sentido que el general que había conseguido doblegar a todos aquellos líderes de Cartago estuviera ahora dispuesto a suicidarse combatiendo contra un ejército más veterano, mejor preparado y cinco veces más numeroso.
-[459] -La playa...-Aníbal comprendió su error en un segundo. Puso las manos en jarras y miró al suelo. Había estado siempre pendiente de Craso y Metelo, que también podrían llegar, pero Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma con tropas asignadas para Sicilia, igual que había llegado a Locri desde aquella isla, había reclamado refuerzos allí mismo, donde tenía control pleno, y estos refuerzos habían llegado por mar. Por mar. Aníbal sonrío. Aquel romano seguía siendo hábil. Ya salvó a su propio padre en Tesino y luego detuvo la persecución de los númidas deshaciendo el puente. Y en Cannae se las ingenió para salir con vida con casi dos legiones enteras...
-[461] (…) El sol estaba en lo alto. Había ascendido en ángulo desde su derecha y bajaría por la izquierda. Si los romanos atacaban, nadie lo tendría de frente. Y no había viento ni se veían nubes que presagiaran lluvia. Era un buen día para una batalla. Bien, todo está en manos de aquel cónsul. Si entraban en combate lo más posible era que derrotaran a esas legiones. El problema vendría luego, si Craso y Metelo venían con rapidez. Aníbal exhaló algo de aire de golpe. Siempre podrían refugiarse en las ciudadelas de Locri y resistir. Era la única solución y pasaba por ensartar con su espada a un cónsul más. La caída de un cónsul, por otro lado, siempre motivaba a sus tropas. Era como un revulsivo. Les hacía sentir que eran superiores. Nadie antes había estado en un ejército que hubiera dado muerte a tantos cónsules de Roma. Sí, era tentadora la idea de Maharbal de atacar de todas formas, pero algo en su fuero interno le decía que era arriesgarlo todo. Era como dejarse llevar por una posible victoria en una batalla dejando de lado la posible victoria total en la guerra. Quizá debía dar más tiempo a Magón y a la rebelión gala que estaba azuzando su hermano pequeño en el norte, que ya había dado algunos jugosos frutos, como la muerte del hijo de Quinto Fabio Máximo.
-[466] -¡Avanzad, malditos, avanzad, por Roma, por el cónsul!¡Avanzad!
Los velites de la V y la VI avanzaban con cinco lanzas atadas a la espalda y la sexta fuertemente asida por sus manos apuntando hacia delante para protegerse de una posible carga de la invencible caballería númida. Cada legionario buscaba clavar aquella hasta velitaris en un enemigo invisible que se ocultaba tras aquella tupida y húmeda niebla que parecía ascender desde el reino de los muertos. ¿Acaso no se adoraba a Perséfone, la diosa reina del Hades, en aquella ciudad por la que estaban luchando?¿Se había aliado Perséfone con los cartagineses? Si así era, estaban perdidos.
-[470] (…) Aníbal se ha retirado porque no considera Locri importante. Pero lo que es peor y lo que no debemos olvidar-y aquí el cónsul miró al resto de los oficiales y no sólo a Pleminio-:se ha retirado porque tampoco nos considera importantes. Nadie considera importantes a las "legiones malditas". Antes pensábamos que era Roma, con Fabio Máximo a la cabeza, los que menospreciaban a estas legiones, ahora sabemos que no es así. Ahora sabemos que ni el propio Aníbal nos considera valiosos como trofeo. Es como si fuéramos un venado enfermo que no interesa a los cazadores.-El cónsul hablaba con cierta desesperanza, lo que contrastaba con el ambiente de felicidad que parecía extenderse entre los legionarios que empezaban a gritar "victoria, victoria, victoria". Publio se volvió hacia ellos antes de continuar-.Cantan victoria y ni siquiera fueron capaces de tomar la ciudadela defendida por los cartagineses, y ahora se creen que Aníbal se ha ido por miedo a ellos.-El cónsul suspiró-.En cualquier caso, eso es parte de lo que buscaba. Ya no dudarán en seguirme. Vosotros, sin embargo, si lo hacéis, será por lealtad.
-[472] -Hemos reconquistado no sólo una ciudad, sino un lugar de renombre en el mundo griego-les explicó el cónsul a Mario y Silano, que le escuchaban con admiración. No podían entender cómo alguien tan joven para ser cónsul, además de haberse ganado el puesto por méritos propios con su hábil estrategia militar, podía además ser un hombre tan culto en literatura, historia, filosofía...-.Locri es la ciudad de Zaleuco, el gran legislador que empezó a poner por escrito normas que evitaran la arbitrariedad de los jueces, para evitar que un día dictaminaran en un sentido y otro día en otro. Y en Locri nació el filósofo Timeo o la poetisa Nosis, a la que llegaron a llamar la competidora de Safo, por sus preciosos epigramas (…)
-[473] -Bueno, pues sabed también que los ciudadanos de Locri también consiguieron grandes victorias en los juegos olímpicos con Euthymus y Hagesidamus. Euthymus consiguió la victoria como púgil en tres ocasiones seguidas, eso quizá sea más de vuestro interés. En Locri se sabe luchar. No, no hemos conquistado un sitio cualquiera. Y también hemos quitado un puerto donde Aníbal podría recibir refuerzos dese Cartago. Pero basta de cháchara y vayamos a ofrecer nuestros sacrificios a los dioses y hagámoslo en grande ha sido, sin duda, su ayuda.
-[476] Unos y otros habían encendido antorchas y las sombras temblorosas de todos cuantos poblaban la plaza se agitaban como fantasmas nocturnos, como si las almas del reino del Hades estuvieran emergiendo desde el infierno.
-[487] Tito Maccio Plauto ya había tenido multitud de ocasiones en el pasado para maldecir no sólo el día en el que había nacido, sino también el día en el que fue engendrado, el día en que llegó a Roma, el día en el que se alistó en las legiones y hasta el día en que, una vez terminada su primera obra, fue apaleado por patricios borrachos junto al río Tíber. Pero ahora las cosas le iba bien, razonablemente bien, y abrir un frente de disputa con aquel quaestor, protegido del todopoderoso Quinto Fabio Máximo, era, a todas luces, apuntar demasiado alto. Plauto calló y bajó la mirada con cautela bien aprendida.
-[488] -Sí, primus pilus, sin duda Aníbal debió de tener miedo de un centurión que llora como una niña asustada. ¿No sería que Aníbal se retiró para evitar enfrentarse a las legiones romanas de Craso y Metelo, [489] que podían llegar en cualquier momento? Eso y no otra cosa-añadió mirando al cónsul-sí es estrategia. Mala suerte para el Senado no disponer de generales tan hábiles y tan sensatos y en su lugar tener que mandar órdenes que no se cumplen a cónsules que no hacen sino convertir en niñas lloricas a sus centuriones.
-[489] -No hay nada de lo que pedir perdón- le respondió con serenidad y para sorpresa de todos Publio Cornelio Escipión-.Estas invitado por el cónsul de Roma, eres uno de sus oficiales y estamos celebrando la conquista de una ciudad. Es un banquete, una fiesta y has bebido mi vino. Eso es lo que hay que hacer y espero que lo hayas disfrutado. Y en cuanto al quaestor, ya llegó sintiéndose afrentado desde un principio y sus palabras no han hecho sino encender el ánimo de todos. Aunque está bien que Terebelio y Digicio hayan impedido que lo ensartaras con tu espada y que luego te lo comiera: se te habría indigestado y, además, me resultaría complicado explicarlo al Senado.
-[494] -Los cónsules habláis mediante la fuerza de vuestras legiones, nosotros los escritores sólo tenemos las palabras de las comedias.
-[496] (…) Me es difícil ser amigo de quien encuentra en la guerra su camino de crecer en la vida, de modo que, por definición, me resulta difícil ser amigo de un cónsul o de un senador o de un patricio. Tú, Publio Cornelio Escipión, eres las tres cosas. Debo, no obstante, a Casca tu ayuda para promover mis obras y a tu persona debo mi primera representación y que, a la vez que combates en esta guerra, promuevas el teatro en los juegos de Roma o ahora aquí, en tu estancia en Siracusa. Me muevo entre dos sentimientos contradictorios: aprecio alguna de las cosas en las que crees ero detesto muchas otras que tu persona representa, las detesto por completo como detesto esta guerra.
-[499] -Creo que Plauto es un hombre acostumbrado a abrirse camino allí donde no es posible. En eso se parece al cónsul.
-[506] (…) Emilia despreciaba aquella guerra. Era como un gigantesco mar de odio y envidia y dolor que lo impregnaba todo: su familia, la de su marido, y ahora sus sirvientes. Todo. Temía por sus hijos, sobre todo por el pequeño Publio. Crecía y crecía y la guerra no terminaba. No tenía fin.
-[515] (…) No sabía qué decir. Desde Roma. Todo ese tiempo. Desde que la compró. Pero ¿por qué? Sólo había quedado esa pregunta por responder, pero qué importaba ya aquello. La joven esclava a la que había estado protegiendo desde hacía años y con la que yacía todas las noches, la que le cuidaba las heridas, la que le acariciaba, la que le vestía y lo desnudaba, la que se movía como una gata en la cama, la que le escuchaba, la que había pensado en manumitir, convertir en liberta, incluso en desposarse con ella. Aquella misma mujer era la que le había estado traicionando día a día, noche a noche, caricia a caricia. Todo falso. Todo mentira. Qué importaban los motivos. Nada podía justificar aquella traición para con él y, aun si eso se pudiera justificar, no era lo más grave. Lo peor era la traición al cónsul, la deslealtad completa hacia Publio.
-[520] -No, Netikerty, eso y algo más. Máximo, en toda su inteligencia, olvidó un detalle, un pequeño detalle: olvidó algo sobre lo que mi mente siempre vuelve una y otra vez cuando te veo. Máximo olvidó o, peor aún para él, menospreció lo que significa tu nombre. En Egipto todos los nombres tienen un significado y es un significado que acompaña a cada persona durante toda su vida. Tú lo has demostrado ahora con tus plegarias por tus hermanas, eres una persona religiosa. De forma consciente o inconsciente no podías ir contra tu nombre, contra tu ser, contra tu alma. Tu nombre es lo que te ata a tu país, a tus padres, [521] a tus antepasados. Tu nombre impedía que me mataras, como tú dices a un hombre enfermo, desvalido. Hasta aquí no podías llegar. Tu nombre te detuvo.
-[526] (…) No le extraño nada que el todopoderoso Fabio Máximo temiera a aquel joven cónsul de Roma. Netikerty comprendió que su vida estaba condenada a transcurrir entre el pulso de dos mentes prodigiosas. Rogó en silencio, allí arrodillada, que Isis, tal y como decía el cónsul, se aliara con ellos para cambiar lo que hasta hace un momento parecía inexorable: que la empresa de la conquista de África no se pusiese en marcha y si se ponía en funcionamiento que fracasara y que Lelio la repudiara. Ahora todo eso podría ser distinto. Debía ser distinto. Y rezó, rezó, rezó: "Oh, Isis, todopoderosa, derrota al eimarmené, el destino de los hombres, y que el eimarmené, como en tantas otras ocasiones, te obedezca y sea él que se pliegue a tus designios al amparo de mis oraciones".
-[527] -¿Qué significa el nombre de Netikerty?
-Ah...-Publio no esperaba esa pregunta, no al menos en ese momento, pero no importaba. Sonrió con una satisfacción dulce que le recordaba que habían infligido una derrota al princeps senatus en la compleja trama de intrigas que Máximo urdía contra ellos-.Con frecuencia los egipcios ponen nombres a sus hijas que subrayan su belleza, empezando muchos de ellos por la expresión nefer y viendo lo hermosa que es tu esclava, bien podría haber hecho lo mismo, pero por alguna razón que desconocemos, sus padres la llamaron Netikerty, que significa "la que es excelente, la que hace lo correcto, la que es buena". Máximo no debe conceder importancia al significado de los nombres extranjeros, pero los egipcios sí la conceden, para nuestra fortuna, los egipcios piensan que los nombres de cada uno son como son por algo y sienten que deben honrar ese significado. Para nuestra fortuna, Lelio, para nuestra fortuna.
-[532] -¡Por todos los dioses!-dijo, y calló.
Y es que ante los embajadores estaba el amplísimo Portus Magnus de la eterna Siracusa, reina de los mares durante siglos, completamente repleto de embarcaciones de todo tipo, de carga, de pesca y militares. Una infinidad de buques que resultaba incontenible para laos senadores y tribunos.
-[558] Emilia se dejaba conducir por su marido. Éste la llevó por las estrechas calles de la Isla Ortygia, pasando junto a la imponente figura de las catorce gigantescas columnas laterales del templo de Atenea, hasta descender a la bahía del Portus Magnus, justo donde se encontraba el manantial de Aretusa. Emilia sabía que no era necesario pasar junto al templo de Atenea para alcanzar aquel manantial, pero a Publio le gustaba pasear por Siracusa, especialmente con ella, según decía siempre, y admirar los impresionantes edificios de la ciudad. Más de una vez, Publio se había entretenido en explicarle cómo para abrazar una de aquellas inmensas columnas jónicas se necesitaban al menos dos personas. Incluso hubo un día que, ante la mirada de sorpresa de los lictores y de los viandantes de la ciudad, el cónsul se empeñó en demostrárselo físicamente, haciendo que ella abrazara una de las seis columnas jónicas frontales por un extremo mientras él hacía lo propio por el otro lado.
-[559] -Aretusa era una ninfa, una ninfa de la diosa Artemisa-empezó a contar Publio, despacio, sus palabras fundiéndose con el ruido del agua al correr hacia el mar-.Alfeo, un río del Peloponeso, en Grecia, hijo de Océano y Tetis como la mayoría de los ríos griegos, se enamoró perdidamente de esa joven ninfa, pero esto enfadó a Artemisa de modo que transportó a su ninfa hasta aquí, hasta la Isla Ortygia y, no contenta con alejarla de Alfeo, decidió convertir a su ninfa en un manantial, el manantial de Aretusa. Desde entonces están separados por esa distancia enorme. ¿Entiendes?
-[563] -Por las noches, cuando estés en Roma, yo seré Alfeo, navegaré por el mar desde África y me uniré a ti a través del Tíber, en Roma. Piensa en ello por las noches, cuando todo sea temor y distancia piensa en ello, Emilia, y volveré a ti, volveré a ti desde el mismo corazón de África.
-[618] -Esta niña es de la gens Cornelia y de la familia de los Escipiones y los Emilio-Paulos. No importa cómo haya venido al mundo. Es una de los nuestros y hará fuerte a nuestra familia. Como hija de Publio Cornelio Escipión y de acuerdo con nuestra costumbre, al ser una niña se la conocerá también, como su hermana, por el nombre de su gens y todos la llamarán Cornelia, siendo, a partir de ahora, Cornelia la mayor, su hermana, y ella, la recién nacida, Cornelia la menor.
-[634] Las puertas del campamento romano se abrieron y no chirriaron porque hasta eso había vigilado el procónsul ordenando que se engrasara triplemente cada gozne, cada bisagra. De la fortificación romana empezaron a emerger decenas de manípulos que desfilaban como una procesión de lemures, como espíritus de los infiernos que surcaran la noche, como sombras, fantasmas, miles de ellos, en un silencio profundo, pues las sandalias se hundían en la arena de las dunas que separaban la fortificación romana de los bastiones númidas y cartaginés que se alzaban, frente a ellos, orgullosos, repletos de jolgorio, con innumerables luces de hogueras, ruido y alboroto de todo tipo y condición. Los legionarios romanos comprendieron hasta qué punto, tal y como les había vaticinado el procónsul, aquellos enemigos no podían concebir la idea de que pudieran ser atacados por un enemigo que, tres veces menor en número, debía de estar asustado, encogido, tembloroso detrás de sus fortificaciones. A cada paso, el orgullo de cada legionario de las legiones V y VI crecía. El pecho les palpitaba con fuerza. Eran "legiones malditas", sí, pero malditas para quién, ¿para ellos mismos o para sus enemigos?
-[662] Sofonisba se agacha, toma la copa entre sus finos dedos y acerca el borde de la misma a sus labios carnosos. El líquido mortífero, oculto en el sabroso sabor del vino, se deslizaba por la garganta de la joven reina y así, Sofonisba, reina de Numidia, vendida por su padre, abandonada por un primer esposo derrotado en el campo de batalla y traicionada por un segundo esposo henchido de ambición, bebe su muerte.
-Cuántos hombres y qué cobardes todos ellos. Dos legiones enteras han hecho falta para obligarme a beber esta copa. Y se creerán valientes...-dijo entre murmullos de despecho, pero entonces sintió que le costaba inhalar aire y se acurrucó en el lecho, y se abrazó a sí misma, que era lo único que le quedaba, y pensó que se dormía y dejó de sentir los brazos y las piernas y luego se olvidó de respirar.
-[670] Quinto Fabio Máximo, apodado Verrucoso por la cada vez mayor verruga de su labio inferior, el hombre que detuvo a Aníbal en las peores semanas de aquella guerra, conquistador de Tarento, cinco veces cónsul de Roma, una vez dictador, augur permanente y princeps senatus vitalicio, se desplomó a los ochenta y un años de edad sobre las teselas de uno de los gigantescos mosaicos de su casa que recreaba con todo lujo de detalles su primer gran triunfo, el que celebrara en el año 521 ad urbe condita, tal y como rezaba al pie del mosaico. De eso hacía ya más de cuarenta años. La sangre de Máximo se esparcía por entre las ínfimas comisuras que quedaban entre tesela y tesela. Con él caía parte de la historia de Roma, con él se derrumbaba una forma de [671] interpretar el destino de la República, con él se desmoronaba un mundo entero.
-[693] Así Cayo Lelio, el oficial más veterano de las tropas romanas expedicionarias en África, y el joven general en jefe, procónsul de Roma, Publio Cornelio Escipión, al abrigo de aquella tienda de campaña y de la amistad que les unía, forjada en decenas de batallas y que había superado la intriga y la traición, celebraron lo que debía ser la futura victoria o la próxima muerte de ambos frente al mayor enemigo de Roma. Aníbal Barca ya estaba allí. Ya estaba allí con todo su ejército. Y Zama n sería Locri. No lo sería . Y los dos lo sabían.
-[696] Los legionarios veían a su general en jefe sudando, dando órdenes, apreciando el trabajo bien hecho en las fortificaciones cuando así era o corrigiendo errores y defectos que debían subsanarse en otros momentos, y se sentían próximos a él. Cada soldado sabía que su general estaba allí, al mando de todos ellos, pero con todos ellos no por encima, no sobre ellos. Y todos sentían, como el propio Cayo Lelio, que en aquella tierra extraña, con su mayor enemigo apenas a unas millas de distancia al mando de un inmenso ejército, que su mejor aval para salir con vida de todo aquello era seguir al detalle las instrucciones de aquel general que tantas victorias había dado a Roma.
-[699] Publio sonrió y suspiró, ya más relajado. Por un momento temió que el plan fuera demasiado descabellado. Si Lelio estaba dispuesto a ejecutarlo es que, en el fondo, el experimentado tribuno presentía que aquello tenía, al menos, algo de sentido. El procónsul sintió crecer su seguridad. El criterio de su lugarteniente siempre había pesado en sus planes. Y cuando no dispuso de él en la última fase de las campañas de Hispania siempre lo echó de menos en falta. Aunque no lo admitiera.
-[699] La firmeza en la negociación empieza por ser puntuales en el encuentro.
-[701] (…) Era un hombre aguerrido, sin duda, en el que se observaban múltiples cicatrices en los brazos y piernas desnudos. Destacaba la herida en la parte interior de una pierna, producto de una jabalina lanzada desde las murallas de Sagunto. Llevaba un parche en el ojo izquierdo, para tapar la pérdida de la vista de ese ojo al infectársele en los pantanos del norte de Italia. Era un cuerpo marcado por la guerra, por mil batallas en donde quedaba claro que no había eludido el combate personal. Pero el porte, la mirada del ojo decidido, pero no presuntuoso. Aquello le sorprendió al bastante más joven general romano.
-[708] (…)¡Un legionario jamás lucha por obtener un perdón, un legionario nunca buscará ser redimido, un legionario sólo puede buscar la victoria o la muerte! ¿Qué por qué lucháis? ¡Yo os lo diré, por Júpiter! ¡Lucháis, lucharemos hoy todos por el triunfo y por la gloria! ¡Las legiones V y VI n lucháis porque os dejen regresar sino que lucháis por recibir un triunfo y ser conducidos por mí hasta el mismísimo Capitolio!¡Lucháis por ser no las "legiones malditas", sino las mejores legiones de la historia de Roma, porque una afrenta tan grave como la de Cannae sólo se puede borrar con una victoria de iguales proporciones, y la batalla de hoy, creedme, será como la de Cannae!¡Hoy es un nuevo Cannae pero hoy será el Cannae de Cartago!¡Y a los legionarios que me habéis seguido desde Hispania sólo os recordaré que allí jurasteis seguirme hasta el mismísimo infierno!¡Sea, entonces: bienvenidos todos al infierno!-Y el procónsul desenvainó su espada y la esgrimió en alto al tiempo que gritaba-:¡Muerte o victoria!¡Muerte o victoria!¡Muerte o victoria!-Y con un último esfuerzo, llorando, salpicando saliva al gritar -.¡Todos al infierno!¡Hasta el infierno!
-[730] La voz había corrido por los manípulos de principes. Quinto Terebelio, el que abrió las puertas de Cartago Nova hacía siete años, [731] había muerto. Su sangre clamaba venganza. Su sangre pedía, exigía sangre enemiga, ríos de ella. Mario Juvencio reafirmó la pasión ciega de aquel odio entre las filas de sus legionarios de la VI a medida que éstos se aproximaban a la primera línea. -¡Por Terebelio, por Quinto Terebelio, por los dioses y por su memoria!
-[734] Los triari no eran legionarios normales. Avanzaban protegidos por sus escudos semiovalados de 120 por 75 centímetros que sostenían con el brazo izquierdo al tiempo que con el otro mantenían en alto, punzante y retadora, sus largas lanzas de tres metros. En su formación manipular, eran como pequeñas falanges, similares a las africanas o las macedonias, pero más móviles, dispuestas para maniobrar sobre el terreno con mayor agilidad. Llevaban además varias lanzas cortas para usar como armas arrojadizas en caso necesario y una espada que el procónsul había procurado que en el caso de los triari fuera para todos de doble filo y terminadas en punta a modo y semejanza de las temibles espadas iberas. Eran los triari en suma los mejores armados, los más duros, los más expertos en el campo de batalla.
-[762] (…) De esa forma, poco a poco, andanada tras andanada, los veteranos abandonados por Aníbal fueron recibiendo lluvia mortales de hierro, mientras que fútilmente pugnaban por defenderse del acoso constante de unos enemigos en cuyas miradas sólo veían el rostro inconfundible del odio. Los mismos que les estaban aniquilando eran los legionarios de los que se mofaron cuando huían de la masacre de Cannae. El círculo del destierro y la venganza se había cerrado.
-[767] (…) Publio, Publio, despierta. Estás agotado, eso es evidente, y estás más agitado que nadie y te culpas por las muertes de tus oficiales que fallecieron luchando, cumpliendo con su deber, pero tu agotamiento es porque has hecho más que nadie. Tú has tenido que tomar las decisiones por todos, las vienes tomando desde que empezamos las campañas en Hispania y de es hace más de siete años. Llevas todo este tiempo decidiendo cómo formar las legiones en cada batalla, sobre ti ha caído la responsabilidad de cada choque. Esta mañana, esta mañana, con los ochenta elefantes ante nosotros...si no es por tu estrategia estaríamos todos muertos-Lelio se levantó y señaló hacia la puerta del praetorium-,y eso, Publio eso lo saben ellos, lo sabe cada uno de los legionarios de la V y la VI y los oficiales y lo sabe hasta el rey Masinisa que no sabe si odiarte o admirarte: todos saben que es por ti que están vivos los que están vivos, y los que están muertos han caído en la más épica de las batallas que ha luchado nunca Roma. ¡Publio Cornelio Escipión, despierta de tu pesadilla!¡Has derrotado a Aníbal!¡Has exterminado su ejército! Cartago estará de rodillas en unas horas, en cuanto las noticias de lo que aquí ha acontecido lleguen a oídos de su Senado y de su Consejo de Ancianos. Aceptarán todo lo que se les pida y, si no, sufrirán el asedio más terrible y más largo que recuerde la historia, y todo eso es por ti. Por eso tienes derecho a estar cansado y descansar. ¿Te sientes culpable por la muerte de esos oficiales? Terebelio, Digicio, Mario, Marcio, todos ellos te siguieron por lealtad, como voluntarios se presentaron en tu propia casa cuando propusiste al Senado la campaña de África. Nadie les obligó y todos sabían a lo que se exponían. Ellos querían estar aquí hoy y son ya leyenda, Publio, son leyenda de Roma y lo son por ti, por haberte seguido hasta aquí. Y Cayo Valerio, Cayo Valerio era un centurión orgulloso y honrado injustamente desterrado y le has permitido recuperar tanto su orgullo como su honor de soldado y le has convertido en historia también. Los vecinos de su familia en Roma ya no escupirán a su mujer y a sus niños cuando se crucen con ellos en la calle, sino que se apartarán y les dejarán paso y considerarán un honor que cualquier miembro de la familia de Cayo Valerio les dirija siquiera una mirada.
-[768] (…) Para esos hombres no eres ya un procónsul de Roma, o su general, ni siquiera creen ya que estés bendecido por los dioses, para esos miles y miles de legionarios eres tú mismo un dios. -Lelio volvió a señalar la puerta y en ese justo instante, desde el exterior, empezó a escucharse una enorme algarabía, un griterío que crecía y crecía sin parar, como una ola gigante en el océano, pero sólo se escuchaba una palabra: ¡Africanus, Africanus, Africanus...!
-[770] Publio Cornelio Escipión, procónsul cum imperio sobre las legiones de Roma en África, único general de la ciudad del Tíber o de cualquier otra ciudad país que había sido capaz de destrozar a las tropas cartaginesas en África de forma absoluta, ascendió por un extremo de la montaña de leña donde los legionarios habían dejado una ruta con la pendiente más suave, hasta alcanzar lo alto de la pila funeraria. Luego fue moviéndose con tiento por entre los cuerpos, arrodillándose junta a cada uno, abriendo con cariño, con mimo, la boca de Lucio Marcio primero y, sacando de una pequeña bolsa una moneda de oro puro acuñada en Sagunto, la depositó entre los dientes del difunto. A continuación repitió la operación con Terebelio, Digicio, con Mario y, para terminar, con Cayo Valerio. Aquellas monedas, una de las mejores monedas de oro que se habían acuñado nunca, regalo de los saguntinos a Escipión por reconstruir su ciudad, las depositó en la boca de aquellos hombres sagrados para el corazón de Publio. No eran ya monedas, sino el óbolo necesario para que el dios Caronte permitiera a las almas de aquellos hombres cruzar el río Aqueronte en las entrañas de la tierra, para que de esa forma todos y cada uno de aquellos oficiales no quedaran sin culminar el tránsito entre la vida y la muerte, entre el reino de los vivos y el palacio del Hades en el Elíseo del inframundo.
-[772] -¡Golpead vuestros escudos, golpead vuestros escudos con las espadas! ¡Quiero que Caronte se despierte, quiero que Caronte oiga el estruendo de nuestro dolor infinito, quiero que Caronte sienta respeto, incluso miedo de las almas de nuestros tribunos, de nuestros centuriones caídos en la más dura de las batallas!-Y los legionarios obedecieron y alrededor de la monumental hoguera se alzó un estruendo de golpes metálicos como no se había oído jamás, que ascendió por el aire y fue llevado por el viento hasta alcanzar millas de distancia. Y Publio levantó sus brazos en alto y elevó su voz por encima de aquel mar de ruido y se acercó a las llamas hasta que el calor clamoroso de la leña ardiendo le detuvo -.¡Despierta, Caronte, despierta y lleva a nuestros hermanos hasta su descanso eterno!¡Despierta, Caronte, y escucha nuestro dolor!
-[773] El viejo dios Caronte surcaba el pantano que el gran río Aqueronte, el río de la pena, creaba en torno al Hades, allí donde los muertos debían llegar si tenían con qué pagar el viaje. Caronte era quien decidía si la moneda que llevaban para pagar su tránsito era merecedora de navegar sobre las yertas aguas de la ciénaga del infierno o si, por el contrario, condenaba a las almas que no acertaran a satisfacer su codicia a un eterno vagar entre el mundo de los vivos y los muertos. Caronte, el hijo de Érebo y Nix, retornaba cansado y aburrido de su último viaje. Acababa de llevar a varios asesinos innobles al otro lado del pantano. Eran almas de miserables que terminarían en el tártaro infernal. Y malos pagadores de monedas de cobre que Caronte despreciaba.
-[774] (…) Era allí donde el estruendo que descendía desde el reino de los vivos se transformaba en un extraño y poderoso clamor que despertó aún más la mente inquisitiva del anciano barquero del infierno. Bajó de su barca y, yendo de una a otra de aquellas almas, posó su arrugada mano en la boca de cada uno de los recién difuntos y de cada boca extrajo la más hermosa e las monedas de oro. Caronte se sintió satisfecho y sorprendido por la prevalencia de aquel estruendo que no dejaba de descender desde el lugar de donde provenían aquellos hombres muertos. Sin duda algo grande había ocurrido allá donde los vivos dirimían sus diferencias, algo que agitaba a miles de mortales y que no dejaba indiferente al resto de los dioses, que dejaban que aquel sonoro lamento de golpes extraños llegara a penetrar las mismísimas puertas del Hades.
-Éstos no son mortales comunes-se dijo Caronte, mientras acercaba su barca hasta la mismísima arena de la playa del lago y dejaba que cada uno de aquellos hombres ascendiera a su embarcación. Eran cinco. Cinco senadores de Roma o quizá cinco de sus oficiales en el campo de batalla. Muchos muertos habían llegado de Roma en los últimos años, pero pocos que hubieran levantado aquel clamor entre los vivos y pocos que se condujeran con el orgullo y la serenidad con la que lo hacían aquellos hombres envueltos en sus togas blancas y armados con sus espadas y lanzas. Eran un grupo temible y Caronte no tenía duda que su deber era el de conducirlos con celeridad en un rápido tránsito por el río Aqueronte hasta alcanzar la otra playa donde dejar a aquellas almas que, sin duda, debían seguir camino del Elíseo.
-[793] Los dos escritos se mezclaron entre la multitud, dos pequeños y anónimos seres en medio de la efervescencia de la victoriosa Roma, cuya insignificante existencia habría pasado desapercibida para la posteridad de no ser porque sus palabras escritas sobrevivieron a los siglos que debían sucederles. No pudieron cambiar nada de lo que iba a ocurrir, pese a que lo intentaron, pero pudieron describirlo en sus obras para que otros pudieran entender mejor el pasado de la historia.


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