Africanus - Santiago Posteguillo



 Africanus | Santiago Posteguillo 

Sinopsis

A finales del siglo III a.C., Roma se encontraba al borde de la destrucción total a manos de los
ejércitos cartagineses de Aníbal, una fuerza imparable que, de haber conseguido sus objetivos, habría determinado para siempre el devenir de Occidente. Pero pocos años antes del estallido del más cruento conflicto bélico que se hubiera vivido en Roma, nació un niño que estaba destinado a cambiar el curso de la historia: Publio Cornelio Escipión, hijo del cónsul de Roma, cuyas hazañas le valdrían el sobrenombre de Africanus. 

Crítica

Africanus, la primera novela de Santiago Posteguillo, es la puerta perfecta para adentrarse en el vasto universo literario del autor. Si bien sus novelas se presentan como sagas independientes, están conectadas por algo más que la cronología. La vida de Trajano o César es posterior a la de Escipión, pero el hilo conductor que las une es el anhelo por una Roma idealizada, forjada en la mente de hombres cuyo carácter se moldea en las batallas, tanto en el ámbito público como en el privado.

En Africanus, Posteguillo nos presenta a Publio Cornelio Escipión, un hombre que enfrentó la adversidad con genialidad. Lo retrata como un ser humano, con sus propios errores, pero con una ética inquebrantable forjada en su época. Sus inicios están marcados por una amistad que deja una huella indeleble, una constante que se convierte en la firma del autor a lo largo de su obra. En cada uno de sus libros, encontrarás personajes singulares con un pensamiento que va más allá de su tiempo, una ética para la guerra y la profunda amistad que los sostiene. Así conocemos al joven Publio Cornelio, quien, por un capricho del destino, se encuentra en un juego de ajedrez contra un rival sin igual: Aníbal.

La primera entrega de la saga de Escipión nos sitúa en la antesala de la Segunda Guerra Púnica, un conflicto que someterá a Roma a una guerra de desgaste en sus propios territorios. Posteguillo nos ubica en la creación de Cartago Nova, una ciudad en Hispania que servirá de punta de lanza para la invasión de la península itálica. Es en tierras hispanas donde se gestan las grandes proezas de Cartago, una nación guerrera sedienta de venganza. Aquí, los Barca extienden el poderío militar de un pueblo que no se inclina ante una Roma en crecimiento y con ansias de poder, especialmente bajo la influencia de senadores oscuros como Fabio Máximo y sus esbirros, entre ellos Catón.

Un aspecto particular que define a Posteguillo es su habilidad para deconstruir la coraza de los personajes históricos y bajarlos de su pedestal, mostrando la humanidad y las imperfecciones detrás del mito. Marco Porcio Catón, más conocido por sus gestas políticas que por su filosofía, es descrito en Africanus como un ser despreciable y ávido de poder con una moral cuestionable. En la saga de Trajano, encontramos una representación similar en el emperador Adriano. Aunque para muchos es un personaje de gran virtud, en la novela es retratado como una vil sanguijuela, generando en el lector un odio sin igual.

Además de las élites, Posteguillo también representa al pueblo llano a través de figuras como Tito Macio, un personaje que sufre la pérdida, el hambre y el terror de una Italia asediada por la guerra. La derrota de legiones enteras y la caída de sus mejores hombres, sumada a los conflictos internos en una Roma fragmentada, significan el declive de la ciudad tal como se venía gestando.

En esta Roma en guerra, irrumpe el pensamiento helenístico. Aunque algunos patricios lo acogen con entusiasmo, otros se oponen, temiendo la pérdida de lo que se consideraba "romano". Sin embargo, esta influencia cultural, absorbida de las tierras conquistadas, da un giro inesperado a la sociedad. El teatro, por ejemplo, cobra fuerza en una ciudad donde el derramamiento de sangre en las luchas de gladiadores era el principal espectáculo. Posteguillo, como un gran narrador, nos sumerge en estos detalles, mostrando que el libro no solo narra batallas, sino también la vida cultural de la época, incluyendo a escritores clásicos como Plauto.

En el universo de Posteguillo, las batallas del lago Trasimeno y de Cannae no son solo eventos históricos, sino hitos cruciales en la formación de Publio Cornelio Escipión. El autor traza magistralmente la evolución de este joven patricio, mostrándonos su paso de la niñez a la madurez forzada por la guerra. Si bien en un inicio lo vemos inmerso en la vida acomodada de la élite, es en la cruda realidad del campo de batalla donde su carácter se moldea. La guerra lo obliga a adoptar una visión y una audacia que lo distinguen de sus contemporáneos.

Sin embargo, el punto de inflexión más doloroso en la vida de Publio es la pérdida de sus anclas principales: la muerte de su padre y su tío en Hispania. De igual modo, la caída de su suegro, Emilio Paulo, en la catastrófica batalla de Cannae, no solo es una tragedia personal, sino que subraya el alto coste humano del conflicto. Posteguillo muestra cómo estas pérdidas, en lugar de doblegarlo, fortalecen su resolución. Su matrimonio con Emilia, la hija de Emilio Paulo, se convierte en un acto de esperanza y un símbolo de su compromiso con la Roma que está dispuesto a salvar.

La novela explora la estrecha amistad entre Publio Escipión y Cayo Lelio, una lealtad incondicional que sirve de contrapunto a las intrigas políticas en Roma. Mientras Escipión madura en el campo de batalla, en la capital se libra una disputa de poder con Quinto Fabio Máximo, apodado "el Cunctator". Este anciano y conservador senador encarna la resistencia a las nuevas tácticas de Escipión. A pesar de esta feroz oposición, el Senado, en un acto de desesperación, nombra a Publio comandante en Hispania. Este nombramiento, inusual para un joven de su edad, le otorga la oportunidad de demostrar su genio estratégico, que culmina con la audaz y rápida ocupación de Qart Hadash (Cartagena), una proeza militar que cambia el curso de la guerra.

En esta primera entrega, Santiago Posteguillo nos muestra las fichas de un juego de poder entre dos figuras que se destacaron por alcanzar lo imposible: Aníbal, quien ya había logrado cruzar los Alpes con sus elefantes, y Escipión, un joven tribuno que se enfrenta a un destino incierto. Escipión triunfa allí donde otros han fracasado, y su sueño lo une cada vez más a las arenas de una África que se vuelve el objetivo final de su destino.

 


 

Frases

-[15] La historia iba a ser escrita por los enemigos de Roma y la ciudad de las siete colinas no figuraría en ella, no tendría espacio ni en los libros ni en los anales que habrían de rememorar aquella guerra, aquel lejano tiempo; Roma apenas representaría unas breves líneas recordando una floreciente ciudad que finalmente sería recluida a sus murallas, sin voz en el mundo, sin flota, sin ejército, sin aliados; ése era su inexorable destino hasta que o bien la diosa Fortuna, o quizá el mismísimo Júpiter Óptimo Máximo o el puro azar intervinieron en el devenir de los hombres, alguien inesperado que no entraba en los cálculos de sus enemigos, un niño que habría de nacer en la tumultuosa Roma unos pocos años antes del estallido del conflicto bélico más terrible al que nunca se había enfrentado la ciudad; alguien que pronto alcanzaría el grado de tribuno [16], un joven oficial de las legiones que iniciaría un camino extraño y difícil, equivocado para muchos, que, sin embargo, cambió para siempre el curso de la historia, que transformó lo que debía ocurrir en lo que finalmente fue, creando los hechos que ahora conocemos como la génesis de un imperio y una civilización secular en el tiempo y en la historia del mundo. Aquel niño recibió el nombre de su progenitor, Publio Cornelio Escipión, que fuera cónsul de Roma durante el primer año de aquella guerra. Las hazañas del hijo del cónsul alcanzaron tal magnitud que el pueblo, para distinguirlo del resto de los miembros de su familia, los Escipiones, le concedió un sobrenombre especial, un apelativo referente a uno de los territorios que conquistó, ganando con extremo valor en el campo de batalla y que lo acompañaría hasta el final de sus días: Africanus. Sería la primera vez que se honraba a un genera con una distinción semejante, dando así origen a una nueva costumbre que en los siglos venideros heredarían otros cónsules preeminentes y, finalmente, los emperadores de Roma. Sin embargo, tanta gloria alimentó la envidia. Ésta es su historia. 

-[29] Amílcar alcanzó la costa de Hispania y fue el primero en pisar tierra. Tras él su caballo y varios soldados que empezaron a descargar todo lo que llevaban en la barcaza: trigo, dardos, lanzas, escudos. Era impresionante mirar hacia el sur. El mar estaba repleto de centenares de embarcaciones que, como una flotilla de pequeños barcos, se acercaban a las costas. El oleaje, no obstante, arreciaba con fuerza. Un elefante, al verse rodeado de aquella inmensidad de océano, se puso nervioso y empezó a bramar y moverse. Uno de sus adiestradores intentó calmarlo primero y luego controlarlo a golpes que asestaba con una maza de hierro en la cabeza del animal, pero la bestia estaba ya fuera de sí y cualquier esfuerzo era inútil para controlarla. En la pugna, la barcaza se desestabilizó y volcó, y soldados, armas y víveres fueron al agua junto con el elefante. El mar se tragó a hombres y bestia en cuestión de segundos. De forma parecida varias barcazas volcaron y se perdieron numerosos hombres, material y animales. Sin embargo, al caer la tarde del tercer día, el gigantesco ejército cartaginés había cruzado el estrecho sin disponer de una flota, sin despertar las suspicacias de Roma. Sigilosamente, aunque decididos, aquellos soldados formaron en la playa. Amílcar revisó unidades, equipos, caballería y elefantes y, cuando todo estuvo dispuesto, con el sol poniéndose, ordenó avanzar varios kilómetros hacia el interior. Dio orden también de recoger las barcazas y esconderlas tras las dunas de la playa. 

-[32] Publio y Cneo llegaron a casa corriendo. Al irrumpir en el atrio los recibió el llanto de un niño. Una anciana esclava que ejercía de comadrona lo traía desnudo. Lo habían lavado. Era un varón. Ése podría ser el primogénito, el futuro pater familias del clan, siempre que su padre lo aceptase como tal. La anciana se arrodilló ante los recién llegados y a los pies de Publio, sobre el suelo de piedra, dejó el cuerpo del niño, desnudo, llorando. Su padre observó al bebé unos segundos. Éste era el momento clave en el destino de aquel niño, pues su progenitor tenía por ley el derecho de aceptarlo o repudiarlo si consideraba que había presagios funestos, que había nacido en un día impuro o que tenía algún defecto. Publio Cornelio Escipión miró a su hijo en el suelo. El niño proseguía con su llanto. Cneo, respetuoso con la importante decisión que debía tomar su hermano, se había retirado unos pasos. En el centro del atrio, junto al impluvium que recogía el agua de lluvia, quedaron padre e hijo a solas. Publio se arrodilló, contempló de cerca al bebé y asintió con la cabeza. Cogió entonces al niño y lo levantó por encima de sus hombros. 

-Qué se prepare una mesa en honor de Hércules. Éste es mi hijo, mi primogénito, que llevará mi mismo nombre: Publio Cornelio Escipión y que un día me sustituirá a mí como pater familias de esta casa. 

-[42] En un minuto de miseria y dolor, Aníbal se arrodilla junto al cuerpo de su padre. Ha caído junto a un arroyo boca abajo. Las heridas no parecen mortales pero al volver el cuerpo descubre los ojos abiertos de Amílcar, vacíos, mirando el cielo. Al caer y perder el conocimiento por los golpes de los iberos, se ha ahogado en el barro del riachuelo. Un profundo silencio embarga el ánimo de los cartaginenses alrededor de padre e hijo, hasta que desde lo más hondo de su ser Aníbal gira su rostro hacia el sol del atardecer y lanza un alarido desgarrador, largo y vibrante que retumba en las montañas y en las almas de todos los que lo escuchan. 

 -[42] Un par de iberos se repliegan aturdidos aún por la carga de los elefantes. Avanzan en el atardecer por el bosque oscuro, un poco confusos en sus sensaciones, entre complacidos por haber abatido al jefe de los invasores pero también apesadumbrados por los amigos caídos. De pronto, desde el valle un aullido roto de dolor y furia llegó trepando por las laderas. Los más jóvenes sonrieron. Sin duda habían matado a alguien importante. Los más mayores sintieron en la zozobra que transmitía aquel grito malos presagios para el futuro. Alguien que siente tanto dolor necesitará mucha sangre antes de sentirse saciado en su venganza. 

-[46] -Aníbal- Pomponia repitió el nombre, como subrayándolo, mirando distraídamente el suelo, sin decir más. 

Publio se quedó entonces con aquel nombre en su mente y, sin saber por qué, se acordó de sus propios hijos. El silencio que se había creado en la conversación permitió que la voz de su hijo mayor en el jardín, recitando un pasaje en griego, llegara a la estancia donde se encontraba con su hermano y su mujer comiendo. Se sintió orgulloso y su satisfacción no le permitió ponderar con más detenimiento la extraña conexión que su mente, por un breve instante, había llegado a establecer entre aquel hijo del general cartaginés muerto y su propio primogénito. 

-[48] El pedagogo dio por terminada su lección, suspiró y los dejó por aquel día. Lucio se fue a estar junto a su madre, pero el pequeño Publio se quedó en el jardín. Tíndaro, a petición suya, le había dejado los soldados con los que los instruía en estrategia militar. Publio dispuso un grupo tal y como lo había hecho Pirro con un nutrido grupo de elefantes en la vanguardia. [49] Enfrente situó las dos legiones romanas en formación: primero la infantería ligera con los vélites reclutados entre los más jóvenes y los más pobres de la ciudad; éstos llevaban el gladio o espada corta de dos filos y unas largas jabalinas que, una vez clavadas en el escudo enemigo, no podían ser separadas, dejando el arma defensiva inútil; como protección portaban un pequeño escudo redondo o parma y un casco de cuero llamado galea, casi siempre hecho de piel de lobo, el animal protegido por Marte, dios de la guerra; detrás los vélites, y siguiendo la tradición bélica en la que le instruían, dispuso los hastati, los príncipes y los triari, por ese orden; todos llevaban una fuerte coraza de cuero reforzada en el centro del pecho con una sólida placa de hierro de aproximadamente veinte centímetros cuadrados; la cabeza iba recubierta con el cassis, un casco coronado con un penacho adornado de plumas púrpuras o negras; como protección, todos estos soldados llevaban grandes escudos convexos hechos con dos planchas superpuestas y con una punta de hierro en el centro que los soldados usaban para desviar las armas que se les dirigiesen, evitando así que quedaran pegadas en el escudo. Además, llevaban una espada y el pilum o lanza para atacar al enemigo lanzándolo a veinticinco o cuarenta pasos de distancia, dependiendo de la fortaleza y habilidad de cada legionario; por fin, los triari, los soldados de la retaguardia, los más expertos de toda la legión, llevaban una pica más larga usada para el combate cuerpo a cuerpo. 

-[50] - Fosos. Metelo ordenó excavar fosos en el campo frente a la ciudad el día anterior al de la batalla. Cuando Asdrúbal mandó atacar a sus elefantes, éstos avanzaron sobre nuestra infantería apostada a las puertas de la ciudad. Los vélites, que eran los que estaban más avanzados se replegaron. Los cartagineses creyeron que huían atemorizados y los elefantes los persiguieron hacia la ciudad, pero cuando los vélites llegaron a la zona de los fosos, se refugiaron en ellos para resguardarse de la carga de los elefantes. Al mismo tiempo, Metelo había concentrado un gran número de arqueros en un lateral y apostados por todas las fortificaciones de la ciudad, y ordenó lanzar una lluvia de flechas [51] sobre los elefantes a la vez que los vélites, protegidos en sus fosos, lanzaban sus jabalinas. Gran parte de las bestias cayeron en la emboscada o huyeron asustadas. Luego Metelo aprovechó la confusión para conseguir una gran victoria y atrapar decenas de elefantes perdidos. Fue un gran día para Roma. 

-[51] (…) No, vencer a los elefantes en campo abierto no es sencillo. Hijo mío, si alguna ves te ves enfrentado a una fuerza que cuente con esos animales y la batalla deba ser en campo abierto, sigue mi consejo: retírate. Retirarse para atacar más adelante, en mejor ocasión, no es un deshonor. 

-[59] El capitán del barco respondió a su oficial. -No parece un león enjaulado, es un león enjaulado lo que llevamos en este barco...y lo vamos a soltar en Iberia. Sólo los dioses saben qué pasará a partir de este momento. Por mi parte te digo que ya me cuidaré mucho de no cruzarme en su camino. 

-[62] Era diecisiete de marzo, el día de los Liberalia, fiestas en honor del dios Líber, a quien se encomendaban los que abandonaban la edad infantil y entraban en la pubertad. El joven Publio había cumplido ya los catorce años. Esa mañana, al levantarse, su madre Pomponia estaba junto al lecho y lo abrazó de forma larga y especial. Publio no entendía bien qué podía cambiar tanto en su vida. Sabía en qué consistía el rito y no veía nada doloroso ni preocupante. ¿Por qué lo abrazaba su madre con esa intensidad? 

-[63] (…) Todos le saludaron de forma solemne. Su padre se adelantó y extendió los brazos. Publio sabía lo que debía hacer: se quitó la toga praetexta y se la dio a su padre. Éste la recogió y a cambio le entregó una nueva toga blanca, la toga virilis y una moneda. Publio se vistió con la nueva toga y tomó la moneda. A continuación ambos, padre e hijo, se acercaron al altar de los dioses Lares que protegían la familia. Publio se quitó entonces el colgante que había llevado desde niño y lo entregó a los dioses protectores del hogar. Puso también la moneda que le había dado su padre y la consagró a la diosa Iuventus para que a partir de ahora lo protegiera durante su juventud. Una vez hecho eso, padre e hijo se volvieron y saludaron a la familia y a los amigos e invitados. 

-[64] -Cuando tengan que hacer largas caminatas a marchas forzadas, cuando sean perseguidos por un enemigo superior en número o cuando tengan que hacer un rápido avance para sorprender al enemigo, no habrá madres que los protejan. Tienen que ser fuertes como un legionario y más aún si han de mandar sobre ellos.

-[66] Cneo desenfundó la espada con la mano derecha y, sin soltarla, hizo que ésta describiera con sorprendente rapidez un giro de trescientos sesenta grados, cortando el aire hasta que detuvo el arma en seco como si apuntara a un enemigo que, sin duda, al igual que sus sobrinos quedaría admirado por la agilidad de su oponente. [67] - Este giro de la espada es una señal de nuestra familia que muchos conocen en el campo de batalla. Significa que un Escipión entra en combate en el campo de batalla o contra un enemigo en concreto y que el combate e a muerte: o se consigue la victoria o muere. Cuando mandéis un ejército, que seguro que lo mandaréis, porque sois nietos de cónsules, vuestros legionarios conocerán esta señal, porque estas cosas, aunque se usan poco, se conocen. Todos los que han estado bajo el mando de un Escipión lo saben. 

-[75] (…) ¿Nunca os habéis preguntado por qué nos llaman Escipiones? Ambos permanecieron en silencio.- Porque vuestro bisabuelo, ya anciano y ciego por la avanzada edad, se apoyaba en su hijo Lucio para poder caminar, lo usaba como un scipio, era su bastón. De ahí el nombre que hemos heredado. Vosotros sois mi apoyo, debéis ser mis ojos y mis oídos cuando a mí me fallen, sois mi scipio. De la misma forma que vuestros hijos lo serán para vosotros. No lo olvidéis nunca.

-[76] -Es importante-continuó Cneo-que nunca traiciones a tu familia ni en cosas que puedan parecer pequeñas. La familia es lo más importante: la familia y Roma. Ésas son las cosas por las que merece la pena vivir y morir si es necesario, ésas son las cosas por las que rogamos a los dioses que nos protejan y nos ayuden. 

-[78] Publio deseó tener alas en los pies como Mercurio para poder volar y desaparecer de aquel lugar. A su tío sólo le faltaba gritar por toda la calle que su sobrino mayor aún no había estado con una mujer. Ya le dolía bastante el tema como para encima tener que hacerlo público. La lena, no obstante, no pareció ni sorprenderle ni concederle mayor importancia a aquel hecho. Su frente mostraba que meditaba con intensidad. 

-[80] -Por todos los dioses-concluyó el general-, nunca pensé que alguno de los viejos Rufo o Lépido tuvieran tanta sangre en sus venas -Cneo comprendió que la anciana temía que fuera más allá en sus conclusiones hasta averiguar exactamente cuál de los dos cónsules era el que hoy yacía con su preferida; no quería molestar a aquella mujer que tantos secretos suyos y de tantas otras personas conocía; era menos peligroso un poderoso senador enfurecido que tener a la lena de Roma en tu contra-.En fin, bien por el que sea que disfruta ahora de los encantos de mi favorita, paciencia para mí. Quizá sea mejor así. Teniendo en cuenta lo que probablemente piensas cobrarme por satisfacer a mi sobrino, no tengo claro que pueda permitirme satisfacerme a mí mismo también. Tengo que enseñar a mi sobrino a valerse pronto por sí mismo en estas cuestiones o mi economía corre grave riesgo de hundirse. 

-[82] -Ah, el vino te da valor para preguntar lo que no deberías, ¿eh? Bueno, creo que al esclavo le cayeron sólo cuarenta azotes; parece que cocina bien y a tu padre le gusta comer. Es un poco suave como castigo, pero el pollo y el cerdo los hace muy buenos. Los hombres somos así. Arriesgamos nuestra piel, y con poca frecuencia, nuestro dinero por estar con una mujer. Ya lo irás viendo. Sí, no sacudas la cabeza. Lo de hoy ha costado caro, pero es obvio por tu sonrisa tonta que gracias a todos los dioses ya se te va difuminando, que lo de hoy merecía la pena. Ahora sabes lo bueno que puede ser estar con una mujer. No te aficiones a eso, Publio. Un día conocerás a la mujer por la que te dejarás dar cuarenta y cien y mil azotes si hace falta. 

-[92] Maharbal asintió. Un reguero de sangre corría por la pierna de Aníbal. Varios soldados fueron a socorrerle, pero el general cartaginés los apartó. Y allí delante de todos, asió con las dos manos la jabalina que le atravesaba y, lanzando esta vez sí un enorme grito de dolor, la arrancó de su pierna y la arrojó al suelo. Perdió entonces el sentido y los soldados, siguiendo las instrucciones de Maharbal, cogieron el cuerpo desvanecido de su general y lo llevaron a su tienda. 

-[99] Los dos jóvenes se atragantaron y se tragaron las dos ciruelas, incluidos los huesos. Cneo sonrió satisfecho y Pomponia, para su sorpresa y satisfacción, no planteó ninguna queja. Tanto ella como su marido empezaban a divisar un futuro no demasiado lejano donde quizá lo más valioso que pudieran poseer sus hijos fueran las enseñanzas de Cneo en el combate. A su padre, no obstante, le quedaba la duda de si las lecciones de griego, literatura y estrategia del pedagogo que había educado a sus hijos servirían también para algo. Educar a un hijo, pensó, era lo más difícil a lo que nunca jamás se había enfrentado. Puede que uno arriesgara la viada en el proceso de de enseñar a un hijo, como ocurría en el campo de batalla, pero sin duda era donde más horas de sueño se le habían escapado. En aquel momento el senador no supo anticipar hasta qué punto su propia vida dependía ya de la de su propio primogénito. 

-[100] Los saguntinos, aun así, presentaron una inusitada resistencia. Luchaban más allá de toda esperanza. No era un combate por sobrevivir, sino tan sólo por retrasar la llegada de la muerte. El fin estaba cerca y cada defensor buscaba la forma más digna de morir. Algunos de los nobles de la ciudad levantaron con ayuda de sus sirvientes una gran pira en el centro de la plaza principal a la que prendieron fuego y a ella arrojaron gran parte de su oro y plata y otros objetos de valor. Finalmente, en un arranque de absoluta desesperación, muchos de ellos se lanzaron al fuego mismo para ser devorados por las llamas antes que caer bajo las espadas de los cartagineses que entraban en la ciudad. 

-[103] Aníbal ascendió por la ladera occidental que conducía a las murallas de Sagunto. La ciudad estaba en llamas. Se oían gritos de sus habitantes, corriendo despavoridos para zafarse de los cartagineses que habían tomado la ciudad. Una vez en la acrópolis ibérica, Aníbal identificó enseguida el olor de la carne quemada. Centenares de saguntinos se habían inmolado antes que rendirse. El resto huía o seguía luchando. Ocho meses de asedio. Ocho meses de resistencia más allá de toda esperanza. Si al final del primer o segundo mes le hubieran propuesto algún tipo de pacto, él lo abría aceptado. Ocho meses. Aníbal nunca había visto tanta decisión en mantener un acuerdo. Los saguntinos podrían haberse pasado al bando cartaginés y se podría haber negociado un acuerdo razonable para ambas partes. Al cabo de cuatro meses aquel asedio ya era algo personal para él. Una cuestión de puro amor propio. Tenía que enviar la señal clara e inconfundible al resto de los pueblos de Iberia sobre quién era la nueva potencia dominante en todo aquel vasto territorio, aunque para ello tuviera que destruir la cultura y la ciudad más merecedoras de su admiración. Los carpetanos, los vacceos, los edetanos y tantos otros pueblos con los que había llegado a diferentes acuerdos y que ahora poblaban su ejército con multitud de mercenarios, era gente inconstante y de cambiante lealtad. Sin embargo, los saguntinos se habían mostrado incorruptibles, inflexibles, intrépidos. Por eso los admiraba más que a ningún otro pueblo de Iberia. Por eso tuvo que destruirlos por completo. 

-[103] (…) Sólo desde el horror conseguiría poner en movimiento las fuerzas necesarias para cambiar el curso de la historia. 

-[108] (…) Publio aprovechó el momento de intimidad para una última pregunta. -Y...,¿Sabe mi hijo que es la única persona que te ha derribado y que permanece con vida para contarlo? Cneo sonrió. -Bueno- dijo-, es sangre de mi sangre. Te parecerá tonto, pero me siento un poco como si yo mismo me hubiese derribado -y concluyó-, será un gran soldado. Sólo espero poder vivir lo suficiente para verlo. 

-[112] El sufete volvió a alzarse de su asiento y esta vez gritó su respuesta con inusitado volumen, retumbando su voz en toda la gran sala, hasta crear eco de forma que su sus palabras sonaron una y otra vez en las cabezas de los embajadores romanos. -¡Dejad ya de hablar de Sagunto y parid ya de una vez lo que vuestra intención lleva largo tiempo gestando!

-[113] -En ese caso os ofrezco la guerra-concluyó Fabio Máximo, que con ánimo retador paseó su mirada por los rostros de los senadores cartagineses. 

El joven intérprete, enmudecido, callaba sin traducir aquellas palabras, algo que, en cualquier caso, era del todo innecesario. El debate había llegado a un punto donde las palabras parecían estar de más. La cuestión era más bien cuándo empezarían a hablar las espadas. - La aceptamos- respondió el sufete, erguido, noble, decidido, y a su alrededor todos y cada uno de los senadores cartagineses fueron levantándose, muchos de ellos con heridas en el rostro o en su cuerpo, fruto de anteriores enfrentamientos con Roma, y el grito "la aceptamos" fue repitiéndose y subiendo de tono hasta convertirse en un clamor ciego al debate, lejos ya de toda posible marcha atrás. 

-[115] (…) Roma estaba en guerra, un general cartaginés avanzaba por Hispania y su misión era detenerlo antes de que terminara por dominar toda aquella región. Al cruzar el umbral de su puerta inspiró con fuerza. Quería llevarse en el fondo de sus pulmones el olor a romero y pino que desprendían las plantas del jardín de la casa que vio nacer a sus padres, a él mismo y a sus propios hijos. Pensó que con aquel aire se llevaría algo de la fortaleza de los dioses Lares y Penates protectores de su familia. Sentía que la iba a necesitar. 

-[122] Al otro lado de la laguna noventa mil soldados, doce mil jinetes y cincuenta y ocho elefantes se preparaban para partir a la mañana siguiente rumbo a Roma. Nada ni nadie los podría detener. Era el destino que los augures cartagineses habían leído en el vuelo de los pájaros y en las entrañas de varios animales muertos. 

-[127] (…) -Un enemigo que se cierne sobre Roma pero que no se puede cazar es el peor de los enemigos. Al norte, hermano, al norte. Ambos salieron de la estancia dejándola vacía: sobre la mesa unos planos del sur de la Galia, una brisa suave entraba por las ventanas, venidas del mar, fresca, inocente, inconsciente de la guerra que se fraguaba en sus costas. 

-[134] (…) Había varias bandadas de buitres que se desplazaban a placer entre un grupo de cadáveres y otro. Algunos estaban tan gordos que no podían volar. Llevaban un día entero comiendo carne humana. Un auténtico festín. 

-[136] (…) El joven Publio recordaba las palabras de su padre antes de partir: "Siempre que quieras, puedes entrar en mi biblioteca y consultar lo que desees. De hecho cuanto más leas ahora, de cualquier cosa, seguramente algún día te hará mucho bien. Entra cuando quieras. Y Lucio también. ¡Pero, por Hércules, no desordenéis los rollos ni me los cambiéis de cesto u os la veréis conmigo a la vuelta!" Aunque acompañó con una sonrisa aquel aviso final, una de sus últimas frases antes de darse la vuelta y marcharse con las legiones. 

-[136] (…) En el lateral izquierdo, estaban los que el cónsul definía como "sus tesoros". El joven Publio, al tiempo que pasaba suavemente sus dedos por los distintos cestos de aquella estanterías, podía escuchar la voz casi temblorosa de su padre al enseñarle aquellos rollos: comedias y tragedias de Livio Andrónico o poemas [137] de Quinto Ennio, literatura escrita en latín, cuyos propios autores habían decidido entregar alguna copia de sus escritos a un interesadísimo aficionado como era su padre. Nada, sin embargo, de Nevio, del que el cónsul había visto varias obras pero de quien no aceptaba las tremendas y airadas críticas que aquél lanzaba contra la clase dirigente de Roma. Alguna vez, su padre reía al admitir que fue viendo una de las obras de Nevio cuando recibió la noticia de que su madre iba a dar a luz a su primogénito. 

-[140] -Eso es prácticamente imposible. Son unas montañas terribles, llenas de angostos desfiladeros y pobladas de multitud de tribus salvajes. Los barranco, los salvajes y el frío terminarán con el cartaginés. Pomponia detuvo su interrogatorio y el legionario pudo satisfacer su apetito. Quizá, pensó ella, al fin y al cabo su joven hijo de sólo diecisiete años aún no tuviera que entrar en un campo de batalla. Con la ayuda de los dioses el general cartaginés perecerá en esas montañas. Una idea horrible cruzó su mente. Si aquel enemigo conseguía cruzar aquellas montañas infestadas de tribus hostiles, venciendo a la dura orografía, la nieve y el frío, sería porque aquél no era un enemigo al uso, sino alguien terriblemente especial, poderoso y astuto. Si aquel general cartaginés cruzaba los Alpes, tanto la vida de su marido como la de su hijo estarían en franco peligro. Se sintió impotente, tensa, nerviosa. Sin decir nada se levanto y dejó a solas al mensajero. Éste, una vez que se vio sin la compañía de la señora de su general en jefe, empezó a comer sin disimular ya el ansia que el voraz apetito había creado en su interior. 

-[141] (…) Y allí, en el lado de sombra de aquel jardín, una reunión, un cónclave: un hombre mayor, calvo, delgado pero con una buena barriga, de cincuenta y cinco años en el centro, Quinto Fabio Máximo Verruscoso, dos veces ya cónsul de Roma, que declaró el principio de aquella guerra en el Senado de Cartago; y junto a él su hijo, del mismo nombre, Quinto Fabio, en la treintena, fiel retrato de su padre, con la misma nariz aguileña y ceño constante en la frente, aunque con pelo aún en su cabeza, preparado para entrar pronto en cargo de representación pública; junto a ellos, dos hombres un poco mayores que el hijo, Cayo Terencio Varrón, bien afeitado, con los ojos muy juntos, como si el ángulo de visión de la cosas y de los tiempos fuera único, sin perspectivas, aguardando impaciente su momento de tocar el poder, pretor de aquel año; y Cayo Claudio Nerón, con la mente despejada, pero unos ojos negros brillantes, un fulgor entre curioso y temible, un hombre ambicioso pero más mesurado que Varrón quizá, esperando con algo más de sosiego que su colega la oportunidad que el destino ponga en sus manos para alcanzar la gloria y la fortuna. Por fin, en una esquina del peristilo del jardín, entre las columnas, de pie, presto a acudir si su mentor lo requería, un joven de apenas dieciséis años, Marco Porcio [142] Catón, con mirada nerviosa, un chico pequeño, ágil en sus movimientos, silencioso, siempre escuchando, constante en sus determinaciones, leal al señor de aquella villa, pero con alguna idea propia que guardaba para sí, pequeños tesoros que escondía hasta que llegará el día adecuado para desenterrarlos. 

-[144] -Con el miedo-empezó-, mi querido amigo Terencio Varrón, se pueden conseguir muchas cosas, se puede conseguir todo. El miedo en la gente, hábilmente gestionado, puede darte el poder absoluto. La gente con miedo se deja conducir dócilmente. Miedo en estado puro es lo que necesitamos. Lo diré con tremenda claridad aunque parezca que hablo de traición: necesitamos muertos, muertos romanos; necesitamos derrotas de nuestras tropas, un gran desastre, que nos justifique, que confunda la mente de la gente, del pueblo, del Senado. Nosotros, en ese momento, emergeremos para salvar a Roma. 

-[145] Tito observó al cónsul paseándose por el campamento. Una vez hubo desfilado la comitiva del comandante en jefe, se retiró, acariciándose el hombro derecho con la mano izquierda, masajeándose los músculos, intentando calmar el dolor de los golpes recibidos aquella mañana por su instructor. Y tenía que dar gracias a los dioses de no haber sido ensartado como una aceituna como le había ocurrido a alguno de sus compañeros de manípulo. Aquello era el ejército, se decía constantemente. Te dan de comer a diario, no con abundancia, pero sí suficiente, desde luego estaba mejor alimentado que cuando mendigaba por las calles de Roma. Los golpes, no obstante, las magulladuras y el riesgo de perecer en un combate con un instructor no habían entrado en sus cálculos. Estaba claro que lo suyo no era calcular nada, ni inversiones comerciales ni planes de futuro. Carpe diem, se dijo, y a sobrevivir y a sobrellevar las penurias según vinieran. 

-[156] Los oficiales asintieron y en cuestión de segundos toda la operación se puso en marcha. Maharbal, junto a Aníbal, contemplaba a su general como si de un dios se tratase: tan sólo con el ánimo infundido a sus soldados había quebrado lo impenetrable. Aquel hombre, sin duda, los conduciría a la victoria absoluta sobre Roma. Muchos caerían ante su poderío y nadie podría detener semejante ánimo. 

-[162] Lelio se dio la vuelta tras un saludo a su general y partió. Una vez fuera inspiró con profundidad el aire frío del amanecer y contuvo sus ganas de gritar y maldecir. Había sido contratado como niñera de un mozalbete que apenas se mantendría en el caballo; en definitiva, le tocaba agachar la cabeza ante el hijo del general delante de todos sus hombres. No, no estaba decepcionado: estaba realmente iracundo, pero lo peor de todo era que sabía que no había nada que hacer sino obedecer. 

-[184] -Aquél, sin duda, era su hijo, Maharbal. Era el hijo del cónsul. Sólo un hijo, para salvar a un padre, combate con esa esperanza en una posición perdida. Yo lo intenté, pero el agua de un arroyo me privó de la compañía de mi padre y a Cartago de su mejor general. Este joven ha tenido a sus dioses más atentos y su valor, porque hay que reconocerlo, ha sido valiente, se ha visto recompensado. 

-[213] Tito y Druso cenaron aquella noche en silencio. Aún tiritaban por el frío pasado y quién sabe si por el miedo sentido en el campo de batalla. Engulleron las gachas de trigo sin hablar, aturdidos por los sufrimientos compartidos, dos soldados al servicio de Roma en un ejército mal gobernado que se retiraba a la deriva. 

-[223] El senador Emilio Paulo se distanció un par de pasos, examinando al joven que le estaba siendo presentado. Tras un par de segundos se adelantó y, antes de que el joven Publio pudiera reaccionar, se fundió en un abrazo con él. El senador tenía fuerza en sus venas más allá de la fortaleza de unos musculosos y poderosos brazos. 

-[232] (…) Eran los oficiales los que a veces dudaban más, pero cuando Aníbal hacía públicas sus determinaciones en un discurso ante los soldados africanos, en su lengua y luego en un corrupto ibero para sus mercenarios hispanos, ya no se atrevían a oponerse a sus designios. Además, el general se había rodeado de un pequeño número de intérpretes que le asegurasen que sus mensajes llegaran a todos y cada uno de los diferentes grupos de soldados que componían la compleja amalgama de su ejército. Todos los oficiales eran conocedores de la enorme simpatía que las tropas, especialmente las africanas y las iberas, sentían por su general. Por eso se sentían hoy especialmente incómodos ante una disensión sobre la estrategia a seguir entre ellos y el general que los gobernaba a todos. 

-[244] (…) El griterío se hizo ensordecedor y pronto decenas de siluetas confusas, espada en mano, se hacían tangibles ante ellos, como sombras del Averno que surgían de la nada, cargadas de odio y furia y que se batían con un incontenible ardor que arrasaba todo a su paso. 

-[244] El olor a sangre, que Tito había aprendido a detectar desde Trebia, le informaba del estado  en el que se encontraba el manípulo. Ese olor y los gemidos [245] que intermitentes perforaban la densa niebla hasta alcanzar los aún estremecidos oídos de Tito. No les habían dado opción ni de luchar, ni de pensar en luchar. Todo había sido tan rápido. Tito sentía un desconocido calor recorriendo su espalda como un dulce reguero que él ya adivinaba que se trataba de su propia sangre, pero ahora no tenía tiempo de pensar en sí mismo. De rodillas, gateando entre los cadáveres de sus compañeros llegó hasta Druso. Cogió el cuerpo de su amigo en brazos y lo asió con fuerza. -¡Druso, Druso!- no le llamaba sino que gritaba su nombre. No le importaba si sus voces podían delatar su presencia y hacer de él presa fácil para los enemigos que campaban por todas partes cortando cuellos de legionarios moribundos. 

-[245] Pronto llegaron las lágrimas a sus ojos, hasta transformarse en un sollozo casi mudo, henchidos sus pulmones y su corazón de rabia y odio. Sí, los dioses nos han abandonado, Druso, pensaba mientras le asía y se mecía con el cuerpo del amigo unido al suyo por la fuerza de sus brazos. Y fue en ese momento, partida su alma por el dolor irremediable de la pérdida de su único amigo, cuando Tito abrió sus ojos que había tenido cerrados durante minutos y, mirando a un cielo ausente por la densa niebla de aquel lago, maldijo a todos los dioses de Roma y los retó a que sobre él cayeran todas las maldiciones de las que fueran capaces de pensar porque desde aquel momento los aborrecía y renegaba de ellos. 

-[255]-Exacto- dijo Fabio-.He de reconocer, Marco, que tu sagacidad no deja de sorprenderme. Así es: el miedo nos ha ido abriendo el camino. El miedo, Marco, recuérdalo, administrado sabiamente es la mejor de las armas, especialmente para manipular a un pueblo inculto e influenciable. Roma tiene, por fin, miedo, el miedo necesario, el miedo justo para tomar decisiones que se deberían haber tomado hace ya tiempo; pero bien, en todo caso, hoy es el día en el que el Senado tomará esas decisiones y tenemos muchos enemigos lejos de Roma o, lamentablemente-el tono, no obstante, desvelaba una indiferencia rayando al sarcasmo-,muertos. 

-[290] Fabio sintió la angustia de saberse solo en la clarividencia de sus augurios: Roma estaba al borde de su destrucción, aunque nadie más lo supiera. Sólo quedaba por saber el nombre del loco que capitanearía aquella ciudad hacía su naufragio definitivo. 

-[335] -No hay lugar en este mundo lo suficientemente seguro y protegido para preservar a un traidor a Roma- continuó Publio-,pero es que además no puedo creer que vuestros corazones estén de veras considerando semejante sedición. ¿Quién de aquí no tiene amigos, familia, casa, hacienda en Roma? ¿Qué creéis que esperan vuestras familias y vuestros amigos de vosotros? ¿Queréis dejarlos solos ante Aníbal? Y sí, he dicho Aníbal. Veo vuestros rostros palidecer ante la sola mención de su nombre y me avergüenzo y escupo en el suelo. -Y detuvo sus palabras un segundo para subrayar su intención con el gesto mencionado; se aclaró la garganta y prosiguió a la misma velocidad, con mayor intensidad-.Los oficiales de Roma asustados por un nombre. Sí, puede que sea el mayor enemigo contra el que jamás hayamos luchado, quién sabe, puede que los dioses le hayan elegido como hacedor de nuestro desastre y conductor de nuestro fin, pero en lo que a mí respecta, mis familiares y mis amigos, mi casa y mi hacienda, saben qué esperar de mí. Yo partiré hacia Roma en unas horas, en cuanto se pueda reorganizar a los hombres y atender a los heridos. Marcharé hacia Roma para luchar por esa Roma que Metelo os dice que está muerta. Yo lucharé hasta la última gota de mi sangre incluso por el solo recuerdo de lo que Roma fue un tiempo. Y no sólo eso, no sólo eso. Aún os digo más. 

Pero Publio se contuvo. Muy, muy despacio, se llevó la mano derecha a la empuñadura de su espada. Dudó. Se lo pensó dos veces y, finalmente, decidió continuar. Prosiguió, mirando fijamente a los ojos a Metelo y al resto de los tribunos. -Os digo además de aquel que se atreva a desertar recibirá de mi propia mano el justo castigo que tal traición merece. Espero que mis palabras os hayan despertado de vuestra locura, pero no pienso detenerme a intentar convencer al que siga enajenado. Si alguien se niega a volver a Roma, que lo diga, pero para cumplir su deseo tendrá antes que matarme. Y si hace falta que uno a uno me enfrente a todos, así será. Veremos entonces de lado de quién están los dioses. 

-[392] La túnica recta está suelta. Emilia es delgada y el vestido le viene grande, pero la mujer amiga de la familia que la asiste a la hora de vestirse toma un cinto de tela y ciñe bien la túnica elaborando el complicado nodus Herculis. Un nudo difícil de deshacer, igual que la unión que va a tener lugar en unos minutos. Sobre la túnica blanca, la mujer echa un manto de color crema y, a continuación, ayuda a Emilia a ponerse unas sandalias del mismo color. Lucio entra entonces en la estancia y se pone detrás de su hermana. Separa las cintas del tocado con cuidado y pone un collar metálico alrededor del cuello de la novia. 

-[394] En el peristilo de la casa de los Emilio-Paulos había un sinfín de triclinia y mesas con todo tipo de viandas: higos secos, manzanas, peras, ciruelas, uvas, membrillo, frutas de colores llamativos, muchas de las cuales eran vistas por primera vez por los allí invitados: melocotones de Persia y ciruelas de Armenia; también se habían traído quesos de cabra y de oveja, unos tiernos y otros más curados; rebanadas de pan con miel, cerdo asado y cortado en finas lonchas; cordero crujiente, muy tostado; conejo con salsas aromatizadas por especias exóticas; asado de toro en salsa; pero nada de carnes de cabra, la más común en Roma, inaceptable en una boda de aquel nivel; sí que había pato, ganso, perdices, agachadizas, tordos, grullas, becadas y carne de paloma. En el centro, presidiendo todo aquel interminable festín emergían dos grandes jabalíes [395] asados enteros; Lucio hizo traer también pescado salado para los que no estimasen tanto comer carne, en un esfuerzo por que todo el mundo se sintiera feliz aquel día, junto con un sinfín de diferentes manjares por los que todos paseaban los ojos al tiempo que sus estómagos se preparaban para recibirlos. Y por todas las mesas abundaban las jarras de mejor vino de los viñedos de la familia de los Emilio-Paulos. 

-[401] En el interior, en el atrio de la casa del marido, Publio hizo nuevas ofrendas a su mujer: en esta ocasión se trataba de ofertar un poco de fuego y un poco de agua, que Emilia aceptó. A continuación ella, a su vez ofreció dos monedas, un as para su marido y otro para los dioses Lares de aquel hogar. Sacaron entonces la imagen del dios Mutinus Tutinus y la tumbaron en el suelo, dejando el enorme falo del dios en alto. Emilia, con cuidado, se sentó encima de la estatua, junto al inmenso falo. Permaneció así unos segundos para asegurarse de que el contacto con el dios de la virilidad aseguraba su futura fertilidad; luego se levantó y volvió junto a su esposo. 

-[408] (…) Sentando, con la espalda apoyada en la pared, entre sollozos apagados, se acercó el pequeño pedazo de papiro donde estaba todo lo que quedaba de su obra: sólo tres palabras sueltas. Irónicamente el destino sólo le había permitido preservar su firma al final del texto, su nombre, con su praenomen, su nomen y su cognomen: Tito Macio...Plauto. 

-[412] -El general Marcelo no consigue grandes cosas en su asedio. Los siracusanos resisten. Marcelo ha ideado nuevas estrategias para intentar acercarse a las murallas y tomar la ciudad por asaltó: montó torres de asedio sobre plataformas que había establecido encima de parejas de trirremes. Los barcos unidos servían de soporte para las torres que se acercaban por mar hasta las mismas murallas de la ciudad, pero los siracusanos, además de defenderse con proyectiles de todo tipo, han desarrollado nuevas máquinas de guerra, con enormes garfios de una portentosa fuerza. Los garfios se ensartan en nuestras naves y luego las levantan en el aire con poleas gigantescas para al fin dejarlas caer sobre el agua. Al estrellarse varias se hundieron y otras quedaron inutilizadas para el asedio. Las torres se vinieron abajo. También usan espejos con los que ciegan a nuestros soldados. Marcelo ha desistido de momento. Parece que un tal Arquímedes es el que dirige la defensa o, al menos, el que ha diseñado esas máquinas. 

-[423] (…) Quizá aquel largo enfrentamiento contra la reina Gaia tenía un poco ofuscado al rey númida en lo que hacía referencia a las mujeres, seres que ni en Roma ni en Cartago ni en casi ningún lugar tenían la capacidad de influencia sobre los acontecimientos del mundo. O, al menos, eso pensaba Mario. 

-[462] El muchacho que le ayudaba a vestirse también salió.  Tito Macio se quedó a solas. Cerró los ojos. Inspiró profundamente una vez, dos, tres, cuatro, cinco. Abrió los ojos. Se levantó y, como disparado por un resorte, sorteando al resto de actores, sin mirar a nadie, con paso firme sobre sus pies planos que tantos estadios habían recorrido ya por el mundo, llegó junto a los peldaños de la escalera que conducía al escenario; subió por ellos y, sin detenerse en el extremo de la tarima, avanzó a grandes zancadas hasta situarse en el centro del escenario del teatro que Roma había levantado a las afueras del foro. Alzó sus ojos al cielo. Era una tarde fresca y el cielo de diciembre se dibujaba con nubes oscuras que presagiaban lluvia, pero éstas eran frecuentes en la noche. Faltaban unas horas para el atardecer. Eran sus horas, su tiempo, unas horas durante las que Roma estaría con sus ojos fijos en su obra. 

-[481] Tito extiende los brazos hacia el público y baja su cabeza, esperando el dictamen final del pueblo de Roma. El público rompe en un sonoro e infinito aplauso, el aplauso más bello que nunca jamás había escuchado Casca, el más intenso que nunca habían percibido todo s los actores de la compañía, el más largo, el más denso; un aplauso que regaba el corazón de Tito por encima del dolor y el sufrimiento en la rueda del molino, en el campo de batalla, en la miseria. Era un aplauso procedente de los mismos que le habían enviado a luchar a una guerra que no era la suya, un aplauso de los mismos que apenas le habían dado limosna suficiente para subsistir entre las calles de aquella inmensa ciudad. Tito extendió aún más sus brazos, como si quisiera tocar con la yema de los dedos a cada uno de los presentes. El agua de la lluvia arreciaba cada vez con más intensidad, pero ni la gente dejaba de aplaudir ni Tito dejaba el escenario. Los actores contemplaban aquel momento acompañados ya por Casca, que había acudido a bastidores [482] para felicitar a su protegido, pero ni él ni los actores se atrevían a interrumpir aquel instante de gloria. Aquella noche había ocurrido algo especial en Roma. Se acababa de establecer un vínculo especial, una alianza desconocida hasta entonces entre un autor y su público. La gente seguía aplaudiendo y, poco a poco, un grito fue extendiéndose por todo el recinto. Tito Macio escuchó cómo un nombre emergía de miles de gargantas romanas aquella noche, y no era el de un general victorioso, un cónsul triunfador o un valeroso tribuno. No. Era otro el nombre que aquella noche henchía el viento de la ciudad. 

-¡Plauto, Plauto, Plauto!-clamaban miles y miles de voces, agradecidas, felices, conmovidas-.¡Plauto, Plauto, Plauto!-se oía por encima de la lluvia, de los truenos, de la soledad eterna en la que hasta ese momento Tito Macio había subsistido. Ya no sería nunca más un don nadie, un miserable, un harapo del pueblo; ya ni siquiera volvería a ser Tito Macio, sino tan sólo Plauto, Plauto, Plauto. 

-[489] El procónsul se percató de que los númidas encontraban poca resistencia. Los romanos luchaban retrocediendo. Cneo tendría que conseguir la victoria por sí mismo. Y Publio  y Lucio, sus hijos, deberían valerse ya solos en Roma, en esta guerra infinita...Sintió el sabor de la sangre en su boca y se atragantó. Tosió sobre el suelo y escupió su dolor a borbotones rojos mientras perdía la noción del tiempo. Por un momento pensó que yacía en su casa, junto a su mujer y hasta recordó el olor del perfume que ésta llevaba las noches de verano. Quiso alzarse. Le parecía humillante terminar así, de esa forma, sin poder ofrecer más resistencia, pero, aunque él no sabía, la lanza le había atravesado las vértebras partiendo su columna en dos; también había herido el corazón y la sangre apenas fluía por sus venas. Sus recuerdos se desvanecían en su mente como hojas secas que arrastra el viento de otoño. 

-[497] Cneo soltó entonces su espada y con las dos manos tiró de la lanza al tiempo que gritó para arrancarse el dolor y lanza a la vez. Cayó de rodillas. Puso la mano izquierda sobre la herida abierta para disminuir la sangre que manaba sobre la hierba de aquel valle y con la derecha cogió de nuevo la espada. Ayudándose de ella como si de un scipio o bastón se tratara se alzó de nuevo, y herido y sangrando y vacilante pero con orgullo y decisión repitió el movimiento de desafío a los cartagineses blandiendo con agilidad sorprendente la espada al viento, haciendo el giro característico con el que los miembros de su familia retaban al enemigo, esperando un nuevo ataque, solo, sin escolta ni legionarios, sin tropas a las que mandar, sin aliados, sin amigos, solo, rodeado por miles de cartagineses, solo, sin su hermano ni su familia, respirando el aire frío de aquella batalla. 

-[499] Cneo Cornelio Escipión, procónsul de Roma, soy Asdrúbal Barca, general en jefe de Cartago en Hispania y hermano de Aníbal. Será mi espada la que termine con tu vida. Vete allí donde sea que vuestros dioses os lleven a los romanos, pero vete sabiendo que nunca vi a nadie combatir con tanto valor hasta el final. 

-[540] -Entiendo que se dude de mí por mi juventud, pero no me juzguéis sólo por ella sino por mis acciones. En Tesino luché con valor para salvar a un cónsul de una emboscada cartaginesa. He combatido en decenas de batallas desde entonces y siempre lo he hecho con honor. Incluso en Cannae evité la huida incontrolada de nuestras tropas  el abandono de sus oficiales. Ante la derrota o la dificultad mantengo la firmeza y el honor. Y por si todo esto no bastara, es la sangre de mi padre y de mi tío la que riega las tierras de Hispania y esa sangre me pide que ofrezca mi nombre, mi espada y mi honor para retomar aquel país, para detener a nuestros enemigos, para combatir en aquellas tierras hasta expulsar a los cartagineses o morir en el combate. 

-[547] Roma era una ciudad en guerra contra Aníbal y en guerra contra sí misma. 

-[559] (…) Mi padre pasó años recopilando todos estos volúmenes y, la verdad, que ahora se quedan aquí, sin ser leídos, sin que nadie valore lo que aquí hay, me duele. Es como si algo que hizo mi padre no valiera para nada, o para muy poco. No puedo devolverle la vida y, entre tú y yo, no tengo muy claro que pueda vengar su muerte con las escasas tropas que me dan; de hecho, dudo que retorne vivo de Hispania. Si algún día, pronto, me atraviesa una lanza cartaginesa o una espada ibera, me ayudaría llevarme al otro mundo la idea de que la colección de mi padre es leída y apreciada por otras personas. 

-[565] (…) La Roma que le enseñaron y la Roma en la que vivía ahora no tenía nada que ver. Ahora se luchaba por recuperar lo que ya se tenía y se había perdido o por defender la mismísima capital de la República. Las fuerzas que se enviaban al exterior para acometer campañas militares más allá del mar eran escasas, insuficientes porque los recursos se consumían en la guerra de supervivencia que [566] Aníbal había traído consigo a la península itálica. Los resultados hablaban por sí solos: su padre y su tío muertos, el protectorado ilirio acosado por Macedonia, la Magna Grecia en manos de Aníbal y los galos campando con libertad y abierta hostilidad por el norte. En el fondo de su ser, Publio anhelaba recuperar la Roma en la que nació, su vigor y su fuerza, sus dominios y su fortaleza. 

-[575] (…) Ésas eran sus mejores virtudes y las de sus tropas. Resistir. No hacían otra cosa desde hacía dos años. Suponía que el nuevo general probablemente hiciera lo mismo, pero, en cualquier caso, Marcio, por respeto y por convicción, sacó a los mejores hombres de los que disponía y allí estaba con ellos, bajo el sol, dispuestos en formación, esperando al nuevo enviado del Senado. Volvió a escupir en el suelo. Se aclaró la garganta. 

-¡Agua!- gritó y un soldado joven le acercó veloz un cazo con agua. Marcio bebió con ansias, igual que había todo en su vida: luchaba con ansia, discutía con pasión, rezaba a los dioses con intensidad. 

-[603] -Por Hércules-dijo-, ya está bien. Esto es una legión romana, no un grupo de putas chillonas lloriqueando por esto o por aquello-aquí Quinto puso voz fingida de mujer, como los actores en el teatro: -"Ay, ay, dame un poco más de dinero...hoy no, estoy agotada..."-Los hombres rieron con gusto-.Aquí no hay sitio para débiles. El que no sea capaz de resistir unos días de marchas forzadas no debería haberse alistado en una legión de Roma. Más aún, no debería ser romano.

-[604] -¡Escuchadme todos! Yo tampoco entiendo el sentido de estas marchas. Puede que nuestro general esté loco; no lo sé, pero sí sé que s el que tiene el mando y esto es una legión y, si un legionario recibe una orden, aunque ésta parezca absurda, un legionario cumple esa orden al pie de la letra...y sin quejarse. 

-[612] Catón volvió sus ojos hacia Fabio. El viejo cónsul, como un anciano zorro, sonreía con placidez transpirando plena satisfacción por cada uno de los poros de su arrugada piel. Estaba claro que se deleitaba en el disfrute de una fácil, próxima y gran victoria. 

-[631] -¡Hacia atrás, retroceded! ¡Mantened las filas! ¡Escudos en alto! ¡Retroceded! ¡Retroceded todos! ¡Mantened las filas! ¡Es una orden, por Hércules, malditos perros, obedeced y que un rayo os para si no hacéis caso!

-[632] Sí, los romanos eran muchos más aquella mañana, pero los cartagineses[633] luchaban por su capital en Hispania y se habían hecho acompañar por los propios habitantes de aquella ciudad. Un hombre vale por dos o incluso por tres cuando combate defiendo su hogar, su casa, su pueblo, su familia. Quinto lo había visto más de una vez. Fuerzas superiores a las que les costaba sobremanera imponerse a un enemigo acorralado frente a su ciudad. Esto era lo mismo. 

-[638] -¡Neptuno, dios de las aguas y señor de los ríos y el mar!-empezó a decir Publio con el cuchillo en su mano en dirección al lago, ante la atenta mirada de legionarios, marineros y el pescador celtíbero-.¡Sé propicio a nuestros designios esta noche con la que te honramos con la sangre de este animal! ¡Roma lucha por su libertad y por su supervivencia y esa lucha nos ha conducido hasta estas tierras lejanas y extrañas a nosotros, pero sabemos que tu poder no tiene límites ni fronteras y que allí donde haya agua estás tú, gobiernas tú! ¡Vela por nosotros en esta ciudad rodeada por mar y esta laguna! ¡Te lo ruego a ti y al resto de los dioses!

-[640] El pescador asintió sin demasiada convicción. Puede que cruzasen la laguna, per no veía que aquellos hombres fueran a conseguir escalar las murallas y derribar a sus defensores. Pero ya era demasiado tarde para todo. Allí le había conducido su manía de contar historias, su afán de protagonismo. Si salía de ésta, aprendería la lección y permanecería callado por mucho tiempo. Se encomendó a Lug, el dios principal de su pueblo, y Dagda estaría presente en aquella las aguas y la oscuridad. Sin duda Dagda estaría presente en aquella noche infernal en la que iban a cruzar aquel lago de aguas pantanosas. 

-[644] (…) De esto sí sabía él. Pisaba tierra firme y había un muro por escalar con soldados armados en lo alto. No era una merienda. Estaba contento. Se dirigió a sus oficiales en voz baja. Ordenó que se alinearan en cinco filas. Cien hombres en cada fila. Los legionarios de la primera hilera tenía las escalas. Desde el otro lado de la ciudad se empezó a escuchar el fragor inconfundible de una contienda campal en toda regla. El general estaba cumpliendo con su parte del plan. Ahora le toaba a él y por todos los dioses que iba a hacerlo. 

-[644] -Por Hércules, vamos allá-dijo sin elevar la voz y bajó su espada. A su señal, veinte escalas volaron por el aire hacia el muro, y a una señal nueva por cada lado, veinte más, cuarenta, sesenta, ochenta. Cien escalas sobre el muro. Quinto fue el primero en empezar a trepar y tras él cien hombres. El centurión, pese a sus años de veterano, trepó como un gato y en unos segundos se encontró en lo alto del muro. 

-[655] (…) Sobre la mesa se apilaban una decena de diferentes stilos, pequeños punzones que actuaban como plumas para escribir, junto con varios diminutos tarros de arcilla con gran cantidad de attramentum o tinta negra espesa, densa, como pintura oscura. También tenía otro pequeño recipiente de barro con tinta roja brillante con la que le gustaba escribir los encabezamientos que señalaban el principio de cada acto. Éste era su pequeño mundo, sus pequeñas posesiones. Poca cosa para muchos y, sin embargo, para Plauto, aquellas páginas en blanco y aquellos estiletes eran una ventana a un universo entero, a sus sueños, a su vida. 

-[658] (…) Plauto se levantó. Estaba aturdido. Sentía una creciente zozobra de pensamientos. No sabía como seguir. No se asustó. Conocía aquella sensación muy bien. Le asaltaba con frecuencia. Era el desasosiego de la creación: una flor marchita que se muere, pero que en cualquier momento puede volver a brotar. La espera, no obstante, era a menudo dolorosa, larga en ocasiones y siempre temible. Con un trapo viejo se secó el sudor frío de la frente. Era mejor que descansara un poco y comiera algo. 










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