El Fantasma de la Ópera - Gastón Leroux
El Fantasma de la Ópera | Gastón Leroux
Sinopsis
En un ambiente de novela gótica, el escenario de la Ópera de Paris esconde la morada del Fantasma y sus intrigas para conseguir a su amada bailarina La Ópera de París se convierte en teatro de horrores en la más célebre obra del periodista y escritor de novelas detectivescas Gastón Leroux. En un ambiente de novela gótica, su escenario esconde tras sus tramoyas la morada del Fantasma: pasadizos secretos que serpentean alrededor de un lago subterráneo.
Esta fascinante historia recrea el mito de la Bella y la Bestia: una joven y delicada artista es el objeto de amor un tenebroso ser que oculta su identidad tras una máscara. Para conseguir a su amada Christine, una bailarina convertida en diva, este ser atormentado por su deformidad y fealdad revive su pasado de inventor de trampas y mazmorras.
Publicada por primera vez por entregas en 1909, El fantasma de la Ópera es uno de los argumentos preferidos del teatro y el cine por el misterio de la trama, la progresión del horror, el extremado y melodramático amor del protagonista y las imaginativas posibilidades del espacio creado por Leroux. Su fama se revalida en el éxito mundial del musical de Andrew Lloyd Weber que sigue en las tablas desde 1986.
Crítica
Como muchos lectores ávidos, yo también tenía El Fantasma de la Ópera en esa lista de pendientes que a menudo se extiende indefinidamente. Volvemos a los clásicos con la esperanza cándida de hallar grandes aventuras, prosa cautivadora o, al menos, una ventana al pensamiento de épocas pasadas. Quizá esto último es precisamente lo que ofrece la novela de Gaston Leroux. Nos presenta una visión de una época en la que el Palacio Garnier era un crisol de grandiosidad y terror, cuyas paredes resonaban aún con los ecos de la Revolución.
Aprovechando el 150 aniversario de la Ópera Garnier este 5 de enero, qué mejor manera de comenzar el año que con una reflexión sobre una obra tan íntimamente ligada a su historia y arquitectura. Porque el edificio neobarroco no solo albergó al atormentado Erik, sino que también fue testigo de la genialidad de otras figuras de la música clásica, reseñadas en la edición de Austral mediante breves apartados o notas a pie de página. Leroux nos adentra incluso en los entresijos del foyer de danza, un mundo dentro de otro, cuya riqueza supera con creces la de la sociedad francesa de la época.
La novela comienza con un estilo que recuerda a la investigación periodística rigurosa, incluyendo supuestas entrevistas a los personajes. Nos describe un París nocturno que se concentra en el escenario de la Ópera, justo en un momento de cambio de directores. El mundo de las bailarinas ("ratas de ópera"), tramoyistas, jefes de bomberos e incluso cantantes se ve envuelto en la neblina del terror que emana de un monstruo que habita, con macabra solemnidad, el palco número 5.
La historia de Christine Daaé y su padre, entrelazada con la del adinerado vizconde Raoul de Chagny, personajes que comparten protagonismo con el propio Fantasma, evoca los relatos nórdicos que se narran en las frías noches de invierno. En este contexto, las creencias religiosas populares se mezclan con la fantasía, y el señor Daaé, músico de profesión, ejerce una influencia crucial en las jóvenes almas de los personajes principales, quienes luego caerán en las garras de un ser cuya moral es, cuanto menos, cuestionable. Un fantasma que se aprovecha de la leyenda del "ángel de la música" para sumir a la Ópera de París en un ambiente propicio para la maldad y el caos.
Erik, el Fantasma, guarda un lejano eco del fantasma de Canterville en sus travesuras dirigidas a los directores de la ópera y en sus cartas amenazantes, escritas con una cortesía inquietante en tinta roja. Sin embargo, ahí terminan las similitudes. A diferencia del espectro que pinta con sangre las paredes, Erik no teme matar, encarnando a la muerte misma y sembrando la desgracia entre quienes se cruzan en su camino por los oscuros pasillos del Palacio Garnier. Este, con sus sótanos laberínticos, se convierte en el escondite perfecto para el Fantasma, un lugar donde perderse es tan sencillo como respirar.
La detallada descripción del espacio por parte de Leroux nos permite una inmersión casi física en la Ópera. La historia se despliega fragmentariamente, reconstruida a partir de las memorias de un testigo escurridizo, el Persa, un personaje quizá incluso más intrigante que el propio Fantasma, que se convierte en guía del atormentado vizconde de Chagny hacia las entrañas del Palacio Garnier.
El Fantasma de la Ópera mantiene su vigencia entre los lectores. Si bien la narración puede resultar en ciertos momentos intrincada, y los diálogos de Erik a veces chirrían, la obra sigue siendo disfrutable para el público actual y una bienvenida inmersión en el laberíntico mundo de la música culta.
Apartados
-[36] El fantasma se les había aparecido bajo las especies de un señor de frac negro que se había erguido de pronto delante de ellas, en el pasillo, sin que pudiera saberse de dónde venía. Su aparición había sido tan súbita que habría podido pensarse que salía del muro.
-[36] En realidad, ¿Quién lo había visto? Pueden encontrarse tantos fracs negros en la Ópera que no son fantasmas...pero éste poseía una característica que no todos los fracs negros tienen. Vestía a un esqueleto.
-[58] En París siempre se vive en un baile de máscaras y no iba a ser en el foyer de la danza donde personajes "avisados" [60] como los señores Debienne y Poligny habían de cometer el error de mostrar su pesadumbre, que era la realidad. Y estaban sonriéndole ya demasiado a la Sorelli, que empezaba a declamar sus cumplidos, cuando un grito de aquella pequeña loca de Jammes vino a romper la sonrisa de los señores directores de una manera tan brutal que la cara de desolación y de espanto que había debajo se mostró a ojos de todos:
-¡El fantasma de la ópera!
-[90] En ocasiones el Ángel no viene nunca, porque no se tiene el corazón puro ni la conciencia tranquila. Nunca se ve al Ángel, pero se deja oír por las almas predestinadas. Ocurre en el momento en que menos lo esperan, cuando están tristes y desanimadas. Entonces el oído percibe de pronto armonías celestes, una voz divina, y se acuerda de ella durante toda la vida.
-[97] Las calaveras, apiladas, alineadas como ladrillos, consolidadas en los intersticios por huesos limpiamente blanqueados, parecían formar el primer asiento sobre el que ese habían fabricado los muros de la sacristía. La puerta de esa sacristía se abría en medio de aquel osario, como se ve en muchas viejas iglesias bretonas.
-[139] El hombre de la calavera, de sombrero de plumas y traje escarlata arrastraba tras de sí una inmensa capa de terciopelo rojo cuya cola se estiraba de forma regia sobre el suelo; y en la capa bordada, en letras de oro una frase que todos leían y repetían en voz alta: "¡No me toquéis! ¡Soy la Muerte roja que pasa...!"
-[182] -Mire, Christine, hay una música tan temible que consume a cuantos se le acercan. Usted todavía no está en esa música, afortunadamente, porque en caso contrario perdería sus frescos colores y nadie la reconocería a su regreso a París. Cantemos ópera, Christine Daaé.
-[185] -¡Mira! ¡Mira!- clamaba desde el fondo de su garganta, que resoplaba como una forja-...¡Mira cómo estoy hecho completamente de muerte...! ¡De la cabeza a los pies...! ¡Y que sólo es un cadáver el que te ama, el que te adora y el que no te abandonará nunca...! ¡Nunca...! Mandaré agrandar el ataúd, [186] Christine, para más tarde, cuando hayamos acabado nuestros amores...¡Mira, yo ya no río, mira estoy llorando...lloro por ti, Christine, que me has arrancado la máscara y que, por eso, no podrás abandonarme nunca...! (…)
-[187] Fue entonces, amigo mío, cuando empecé a comprender las palabras de Erik sobre lo que él llamaba, con un desprecio que me había sorprendido, la música de ópera. Lo que yo oía nada tenía que ver con lo que hasta ese día me había encantado. Su Don Juan Triunfante (porque para mí no había duda que se había lanzado a su obra maestra olvidar el horro de aquel minuto), su Don Juan Triunfante no me pareció al principio más que un largo, horrible y magnífico sollozo en el que el pobre Erik había puesto toda su miseria maldita.
-[253] Porque eran los cerradores de puertas...los antiguos tramoyistas agotados, de los que se había apiadado una dirección caritativa. Ella les había hecho cerradores de puertas en los sótanos, en los tejados. Iban y venían sin cesar arriba y abajo de la escena para cerrar las puertas; también les llamaban, en aquella época, porque después creo que todos han muerto, "los echadores de corrientes de aire".
-[258] Sí, sí Raoul y el Persa están a punto de desmayarse como el teniente de bomberos Papin. Pero el cabeza-fuego se ha vuelto hacia ellos con su aullido. Y les habla: -¡No os mováis! ¡No os mováis...! Y, sobre todo, no me sigáis...¡Yo soy el matador de ratas...! ¡Dejadme pasar con mis ratas...! y súbitamente la cabeza-fuego desaparece, desvanecida en las tinieblas mientras por delante de ella el corredor se aclara a lo lejos, simple resultado de la maniobra que el matador de ratas acaba de hacer sufrir a su linterna sorda. Hace un momento, para no asustar a las ratas que tenía delante, había vuelto la linterna sorda hacia sí mismo, iluminando su propia cabeza; ahora, para acelerar su fuga, alumbra el espacio oscuro delante de las ratas...y entonces salta, arrastrando consigo todas las olas de ratas, trepadoras, crujientes, los mil ruidos...
-[270] Su horrible, única y repugnante fealdad lo desterraba de la humanidad, y muy a menudo me pareció que, por eso mismo, no sentía ningún deber respecto a la raza humana.
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